DOWN MÉXICO WAY . ESTEREOTIPOS Y TURISMO NORTEAMERICANO EN EL MÉXICO DE 1920
Ricardo Pérez Monford.
Let’s travel south of the border,
buy me a real Spanish shawl,
let’s eat tamales
in downtown Nogales:
let’s get away from it all.
Let’s get away from it all.
Matt Denis-Thomas Adair 1
INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas los estudios de historia cultural y particularmente aquellos que se interesan por la representación y los imaginarios sociales han proliferado de manera consistente y constante. Desde la aparición del polémico trabajo de Eduard W. Said, Orientalism,2 en 1977, hasta las recientes reflexiones de Peter Burke en sus ya clásicas Formas de Historia Cultural,3 la temática de la “cultura visual y la representación” se ha propagado entre los científicos sociales, los críticos literarios y los historiadores del arte y la cultura. Si bien dicha temática ya se había reivindicado por algunos antropólogos y ciertos historiadores y literatos europeos y latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, no fue sino hasta la década de los ochenta del siglo XX cuando la llamada “nueva historia cultural” se vio ampliamente socorrida por los profesionales y los aficionados al recuento del pensar y el quehacer artístico en el transcurso del tiempo.
Los especialistas en las materias de historia política, económica y social, los antropólogos, los críticos literarios, musicales y de artes plásticas encontraron en los ámbitos de lo cotidiano y lo popular mucho de qué hablar y discutir. Las historias de las mentalidades y del andar de todos los días de determinadas comunidades o espacios de pensamiento se vieron, a su vez, enriquecidas por las críticas a la fragmentación y a la homogeneización de las nociones culturales eurocéntricas y estatizantes. Por otro lado, la recuperación de la importancia de quien registra, piensa e interpreta los fenómenos que experimenta y/o con los que reflexiona, trastornó la concepción misma del método de investigación en las ciencias sociales.4 Esto dio lugar a un enriquecimiento de la visiones de “el otro” y no se diga de aquel que mira y establece la condición de la otredad.
De acuerdo con los planteamientos de Peter Burke y de Mijail Bajtin,5 la historia cultural no se establece a partir de un punto de vista, es decir: el del historiador o el especialista cuya perspectiva se enfoca sobre una visión o interpretación del objeto de estudio. La historia cultural de hoy sigue más el modelo “polifónico” que sugiere una amplia gama de miradas, lenguas, representaciones e imágenes, todas ellas interaccionando con los procesos políticos, los económicos y los sociales, para dar una referencia general de los horizontes culturales que los permean y significan. Se trata, en buena medida y conforme a las limitaciones de quien se acerca integralmente, de interrelacionar acontecimientos y hechuras culturales, de vincular la multiplicidad intertemporal e intercircunstancial con los fenómenos in situ y así tratar de traducir el lenguaje del pasado al del presente. En otras palabras: se trata —como lo plantea el historiador cultural norteamericano Robert L. Darnton— de hacer la “otredad” del pasado visible e inteligible, con la mayor cantidad de elementos posible, con el fin de acortar la brecha entre lo ajeno y
lo propio.6
En esta búsqueda de la imagen y las representaciones de lo propio frente a lo ajeno, seguro que invariablemente se quedaría algo imprescindible fuera de cuanta reflexión sucediera. Pero no por ello se deberían invalidar los intentos por acercarse al cuándo, el cómo y el por qué de cuanto ha acontecido y acontece en el inmenso y desconocido territorio de la historia cultural mexicana. Un atisbo de lo que sucedió y pudo suceder es la intención de la propuesta que a continuación se expone.
I
Desde su surgimiento como nación independiente México ha sido representado, imaginado y retratado de múltiples maneras. Tanto en la plástica, la literatura, la música, el teatro o la poesía, como en la prensa periódica, en la fotografía o el cine, la imagen y las representaciones de México han aparecido, a lo largo de los siglos XIX y XX, con una enorme cantidad de variantes. Aunque justo es reconocer que estas imágenes y representaciones “mexicanistas” han encerrado diversas constancias, no cabe duda que la variedad y “el colorido” —fomentados por intereses comerciales y estatales— también se convirtió en referencia general de la llamada “mexicanidad”.
El paisaje, los tipos populares, las leyendas, las costumbres, los oficios, las referencias históricas o los rituales, podrían considerarse asuntos recurrentes a la hora de buscar los rasgos definitorios de los habitantes y los territorios mexicanos. Con cierto afán de establecer planteamientos esencialistas e inmutables, estos rasgos se han ido construyendo y transformando según las necesidades de su tiempo.7
A partir de circunstancias históricas determinadas, tanto en las áreas de la política como en las económicas y culturales, se ha modificado el repertorio de las imágenes y las representaciones de México en diversas formas. En cualquiera de sus expresiones artísticas el imaginario mexicano se ha nutrido de concepciones particulares que pueden ir desde las identidades micro-regionales hasta los estereotipos nacionales y homogeneizadores. Esas mismas concepciones también han variado según el medio y el enfoque a través del cual se han presentado a lo largo del tiempo. Desde las alegorías patrióticas de la primera mitad del siglo XIX hasta el discurso nacionalista del cine de los años treinta y cuarenta del siglo XX, la visión de México ha logrado transitar entre múltiples extremos para consolidarse en una serie de imágenes y representaciones que entonces y hoy se pueden identificar como “netamente mexicanas”.
Estas referencias a la “mexicanidad” de tal o cual expresión artística, sea del área literaria, pictórica o musical, se han construido a partir de representaciones específicas cuya evolución todavía no se ha descrito y estudiado con suficiente detalle. Su presencia en la historia de la cultura mexicana pareciera mantenerse a la par de un discurso político claramente orientado hacia el nacionalismo. Queriendo impulsar los principios de identidad y cohesión de los habitantes del territorio mexicano, muchos de estos rasgos “mexicanistas”, intrínsecos en las diversas expresiones artísticas nacionales, fueron impuestos por las élites en el poder, mientras otros elementos identitarios fueron tomados directamente de los veneros de la cultura popular o incluso de espacios culturales ajenos al mismo territorio mexicano.
Cierto es que algunos aspectos de la “mexicanidad” de diversas expresiones artísticas y culturales ya se han revisado de manera un tanto separada y dispersa.8 Sin embargo, el tema específico de las representaciones de México, tanto en cuestiones de su propia imagen como en otras construcciones culturales referentes a una o muchas ideas de sí mismo,así como su presentación ante miradas externas, se ha estudiado poco de manera integral.9
Para poder identificar cabalmente cuáles serían estos rasgos “mexicanos” y su transformación a través del tiempo se requiere de un seguimiento puntual, riguroso e interdisciplinario que todavía no se ha llevado a cabo en forma integrada.
II
En sus ya clásicas Memorias, Daniel Cosío Villegas recordaba que en los años inmediatamente posteriores a la violencia armada revolucionaria “lo verdaderamente maravilloso[...] fue la explosión nacionalista que cubrió todo el país. Desde luego era un nacionalismo sin la menor traza de xenofobia, no era anti nada, sino pro México.”10 Este nacionalismo tuvo como finalidad especial reconocer la validez cultural de las expresiones populares planteadas a partir de una especie de introspección que ya tenía por lo menos un par de lustros en el medio político, en el académico, pero sobre todo en el artístico.11 Ya hacia fines del porfiriato algunos pintores académicos como Saturnino Herrán o Ignacio Rosas se habían interesado en temáticas populares. Sin embargo, fue a partir de 1915 —justo en pleno movimiento revolucionario— cuando un proceso de introspección nacional fomentó la vinculación entre la cultura académica y la popular, con el fin de reconocer en las expresiones artísticas de los sectores mayoritarios, rurales y pobres aquello que sería la representación de la cultura mexicana por excelencia. Para ello fue necesaria una sanción de corte “oficial” y desde luego una mirada externa.
Un ejemplo puntual de este proceso fue la puesta en escena de Mexican Dances (Danzas mexicanas), montada por la célebre bailarina rusa Anna Pavlova en 1919. Después de aprender el Jarabe Tapatío —considerado como el baile vernáculo mexicano por excelencia— con la bailarina mexicana Eva Pérez, y de armar su producción con el apoyo del pintor Adolfo Best Maugard, el músico Manuel Castro Padilla y el libretista Jaime Martínez del Río, la Pavlova presentó esta coreografía en la plaza de toros de la Condesa, en México, recibiendo una “respuesta apoteótica” que el mismo presidente Venustiano Carranza alabó sobremanera. La Pavlova llevó esta coreografía a la mayoría de sus giras internacionales a partir de entonces. El programa de una de sus presentaciones a principios de los años veinte, en Nueva York, se refería a dicha coreografía de la siguiente manera:
The group of three dances,12 China Poblana, Jarabe Tapatío and Diana mexicana made a tremendous hit in Mexico City where after the Pavlowa season tested the capacity of the theater at all performances, these dances were performed in the Bull Ring before twenty-five thousand people, as a climax to the series. The success of this suite of dances in Mexico might be expected, but its receptions in other countries have been truly surprising, particularly in Paris and London, where it achieved great vogue and started a growing interest in Mexican arts.13
En efecto, la presencia de las expresiones artísticas populares mexicanas empezó a tener un rápido ascenso tanto en la escena nacional como en la internacional a partir de entonces, en contraste con el afrancesamiento y los afanes europeizantes que se habían vivido en épocas previas a la revolución.
A partir del ascenso del general Álvaro Obregón a la presidencia en 1920, cierta percepción de un cambio renovador parecía flotar en el aire mexicano. De la noche a la mañana —vuelve a decir Cosío Villegas—, “como se produce una aparición milagrosa, se pusieron de moda las canciones y los bailes nacionales, así como todas las artesanías populares[...] Y no hubo casa en que no apareciera una jícara de Olinalá, una olla de Oaxaca o un quexqueme chiapaneco. En suma, el mexicano había descubierto a su país y, más importante, creía en él.”14
La reivindicación de lo propio, tanto en términos discursivos como en acciones promovidas por los regímenes posrevolucionarios, llevó a buena parte de la sociedad mexicana a reconocerse en una serie de representaciones y de imágenes que poco a poco se fueron simplificando y orientando con el fin de crear un repertorio particular de aquello que sería identificado como lo “típico” mexicano.15
Además de las interpretaciones políticas y de “alta cultura”, una sólida vertiente de afirmación de aquello tan “típico” mexicano abrió sus afluentes en la educación estatal, pero también y sobre todo en los medios de comunicación masiva. Las escuelas incorporaron a sus rituales civilistas canciones y bailes que invariablemente llevaban el adjetivo de “nacionales”. La Adelita, La Valentina o A la orilla de un palmar eran parte indispensable de los orfeones infantiles y poco a poco el jarabe tapatío se fue imponiendo como bailable imprescindible en los festivales escolares.16 La prensa, el teatro, el cine y la incipiente industria radiofónica se encargaron de difundir esa imagen de México en la que las representaciones estereotípicas aparecían indiscriminadamente. El “charro”, la “china”, el “indito” y la “tehuana” fueron ciertamente las figuras estereotípicas más explotadas.17
Si bien estas representaciones ya tenían bastante camino recorrido, durante los años posrevolucionarios un esfuerzo compartido entre gobierno e iniciativa privada las puso en la marquesina nacional como las clásicas referencias mexicanas. La capilaridad entre la cultura académica y la cultura popular, fomentada inusitadamente por el nacionalismo, hacía las veces de palanca legitimadora de los programas gubernamentales pero también justificaba las síntesis representativas que permeaban las vanguardias pictóricas, literarias y musicales del país. Los charros, las chinas, los inditos y las tehuanas poblaron tanto al muralismo como a las novelas costumbristas y revolucionarias, lo mismo que se introdujeron en el teatro popular y en el nacionalismo musical, que por aquellas épocas daban sus primeros pasos institucionales.
Dichas representaciones “típicamente mexicanas” eran presentadas con orgullo frente a propios y extranjeros. Muchos de estos últimos, una vez que entraron en contacto con el país, supieron que México era mucho más que una “arcadia bucólica” o un “Rancho Grande”. Algunos incluso se preocuparon por mostrar en sus respectivos países que esa imagen inicial del México estereotípico distaba mucho de la realidad.18 Contra la imagen de inferioridad del mexicano y sus muy explotados complejos, tan en boga en los años treinta, el escritor y estudioso norteamericano Stuart Chase, por ejemplo, identificaba a los charros de la siguiente manera:
There is a group of Mexicans,19 normally with more white blood than Indian, known as rancheros. They are independent farmers and cattlemen, occupying the wide ground between hacendado and village Indian. They are to be seen in the smaller cities and towns, and many still affect the picturesque charro costume[...] They do not suffer from feelings of inferiority at all, and are a joy to look at[...] One feels, some how, as if all white Mexicans ought to be like this -fearless, selfreliant, intelligent (within reason), and beautifully accoutred... But they are not.20
Curiosamente los mismos visitantes extranjeros dudaban de esa representación de mexicanidad promovida por los nacionales, que pretendía ser referencia, ante todo, de unidad, de originalidad y de afirmación general. Estudios críticos de estas visiones omniabarcadoras circularon tanto en México como en otras partes del mundo. Tan sólo habría que recordar los trabajos de escritores de habla alemana como Hilde Krüger y Egon Erwin Kisch, del español Luis Araquistáin, los ingleses Hamilton Fyfe y Thomas Beaumont Hohler, o los francófonos Louis Lejeune y Vytold de Szyslo.21
En Estados Unidos, tanto por razones geográficas como por aficiones genuinas en las especificidades mexicanas, trabajos con intereses tan dispares como los de Frank L. Tannenbaum, Ernest Gruening, Carleton Beals o Robert Redfield, aportaron mucho a la generación de un conocimiento particular de la realidad mexicana.22 Sin embargo, el intercambio de algunos intelectuales norteamericanos con personalidades actuantes en la realidad mexicana logró matizar la visión específica con el afán generalizador. Pero, siguiendo los intereses de fomentar un mercado concreto, la insistencia en las particularidades de la cultura mexicana pareció hacer las veces de agente homogeneizador. La siguiente frase de Bertram Wolfe en su libro Portrait of México, ilustrado por Diego Rivera y publicado en 1936, pudo establecer el espacio intermedio —un tanto paradójico— que se buscaba entre la necesidad de un conocimiento particular y su aplicación en una amplitud nacional:
On national scale,23 Mexico is a land of great diversity and infinite variety; locally there is a marked homogeneity and uniformity[...] In these isolated villages there is trully a folk life, folkways, folk culture, folk songs, folklore. Here there is a high degree of communal similarity and solidarity [...]24
El mismo Wolfe insistía en que era la cultura lo que parecía uniformar a la mayoría popular mexicana después de la revolución. Decía:
Despite the constant uprisings25 of an outraged peasentry and the grandiloquent phrases of agrarian programs that remain largely, though not entirely, on paper, it is this “culture” that comprises in its areas the bulk of the Mexican land and people [...]26
En términos generales, la búsqueda de una imagen mexicana preparada para satisfacer el consumo internacional pareció buscar una visión mucho más homogénea que, además de ser el resultado de aquella simplificación estereotípica —clara responsabilidad de políticos, artistas y literatos mexicanos—, estuvo a merced del comprador más accesible del momento: el turista y el consumidor norteamericano.
Según los lineamientos de una producción determinada por los requerimientos de un consumo masivo aunque específico (el norteamericano), las representaciones de México también estuvieron determinadas por el gusto y las expectativas de un público igual de simplificador, y más aún, palpablemente conformista.
Si bien el México bronco y revolucionario satisfacía a los buscadores de la aventura y el cambio social, el otro México, el típico, el pintoresco, el “exótico”, fue aquel que se puso a las órdenes de un consumidor, principalmente el norteamericano. Dicho consumidor, además, tenía la facilidad de que México se encontraba muy cerca de su propio espacio vital, y aparecía casi igual de extraño y atractivo que la antigua Grecia o Egipto.
II
Fue precisamente en la primera mitad de los años veinte, muy poco después de reestablecidas las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y México en 1923, cuando el territorio mexicano se puso prácticamente al servicio de lo que podría considerarse un paraíso de aventuras y exotismo para el visitante promedio norteamericano, es decir: el turista-consumidor.
La efervescencia económica del periodo posterior a la primera Guerra Mundial había desatado una campaña local estadounidense que utilizó el eslogan “See America first” (Primero conoce América) como grito de batalla. Tratando de aprovechar dicha campaña, el gobierno mexicano, dadas las supuestas relaciones de igualdad establecidas con los estadounidenses a partir de los Tratados de Bucareli, pretendió atraer a los consumidores gringos al territorio nacional a través de diversas publicaciones que esgrimían argumentos como el siguiente:
“See America first” 27 is a slogan which has been adapted by numerous civic and other societies in the United States that are desirous that Americans learn more about their country before absorbing those abroad. Unquestionably there is much of interest to see here and the slogan is an excellent one, yet there exists a country to the south of us that is so picturesque and so rich in historical ruins that it has been justly called the “Egypt of America”. This country is Mexico.
Y añadía una frase, a manera de invitación, digna del régimen en turno, que decía: “Travelling in Mexico28 is no harder nor more unconfortable than in the U.S. And it’s just as safe.”29
El afán por atraer al consumidor norteamericano, sin embargo, no sólo se logró sentir en las publicaciones apoyadas por el gobierno mexicano destinadas al público mayoritario de los Estados Unidos. Muchos fueron los intereses que se felicitaron cuando se reestablecieron las relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos en 1923. En territorio mexicano, concretamente en la Ciudad de México, muy poco después de firmadas las actas del reconocimiento mutuo, los llamados a explotar el vínculo cultural mexicano-norteamericano no tardaron en reaparecer. Revistas, agencias noticiosas y promotoras cinematográficas establecieron sus sucursales en la capital mexicana.30
Quizá una de las publicaciones más conspicuas fue la revista Mexican-American que dedicó sus páginas a mucho más que informar sobre lo que llamaba “the pulse of Mexico” (el pulso de México). En sus interiores, este semanario, que parecía erigirse en vocero de la comunidad norteamericana en México, era capaz de publicar seudopoemas como el siguiente
Coquettish Mexico31 (by Mrs. H.F. Carter)
Mexico´s a flirting
with her neighbour, Uncle Sam;
she plaits her dainty tresses
and dons her prettiest gown:
so when the tourists journey
below the Rio Grand
she holds out her small brown hand
and shows them round the town...
****
Uncle Sam’s flirting
with his neighbour, Mexico.
He finds her very charming,
with cheeks and eyes aglow.
He wants to get acquainted,
now they have come to terms,
to give each other mutual help
and make both nations grow[...]32
Lo publicado en Mexican-American reflejaba mucho más de lo que se pretendía establecer como territorio común entre los intereses semiculturales de los Estados Unidos y los intereses políticos de México. A menudo dicha revista imprimía las crónicas de aventuras que funcionarios de la embajada norteamericana narraban sobre sus experiencias al recorrer, a caballo, las cercanías de la Ciudad de México. También publicaba reportajes sobre la “norteamericanización de la sociedad mexicana.”33 Pero sobre todo se regodeaba en la “originalidad de la cultura mexicana” frente a la cotidianidad que significaba el american way of life. Diversos escritores aficionados al folclor, a las costumbres “típicas” mexicanas y a lo que podría considerarse como la traducción de “lo mexicano” para el consumo norteamericano, como Frances Toor o Anita Brenner, Alfredo B. Cuéllar o José de Jesús Núñez y Domínguez, empezaron a poblar sus planas.34 Las portadas, por lo general ilustradas por Rafael Pruneda, rara vez omitían la presencia de charros o chinas poblanas. En otras palabras: lo que parecía ser el tema recurrente de dicha publicación era “lo diferente” de aquello considerado como “lo mexicano” frente a “lo americano”. Una invitación a visitar “the wilderness of Mexico” (lo salvaje de México) podía leerse prácticamente entre cada línea impresa. En una actitud que siguió presente varias décadas después, los escritores y los artistas mexicanos parecían estar particularmente interesados en presentarle al público norteamericano cómo era o por lo menos cómo interpretaban ellos y traducían “lo mexicano” a una idiosincrasia considerada distinta y por lo tanto ajena. Parecían insistir en invitar a todo aquel que quisiera conocer “lo exótico” pero sobre todo “lo diferente” que era México.
A esta invitación respondieron una buena cantidad de artistas y personalidades estadounidenses del momento, sobre todo a partir de la segunda mitad de los años veinte.35 Ellos se encargarían de difundir masivamente ciertas visiones del país que eventualmente conformarían un enorme mosaico de tratamientos pictóricos y literarios de “lo mexicano”. Por otra parte, en medios culturales norteamericanos algunos intelectuales y artistas mexicanos, como José Juan Tablada, Luis Quintanilla, Adolfo Best Maugard o Miguel Covarrubias, tan sólo para mencionar cuatro, también llevaron a cabo actividades de promoción de la “cultura mexicana”, con el afán de contribuir al reconocimiento artístico y literario de México por parte de la sociedad estadounidense.36
Pero fueron más bien los turistas comunes y corrientes, los consumidores de lo “típico” por excelencia, quienes intervinieron directamente en la fijación de los productos estereotípicos creados tanto en México como en Estados Unidos, que se ofrecían al sur de la frontera norteamericana. Muchas características formales de estos productos se adaptaron en gran medida para satisfacer los intereses de quienes ya tenían cierta imagen prefabricada de lo que esperaban encontrar cuando arribaran a tierras mexicanas. El interés por México en Estados Unidos y la capacidad de consumo aumentaron considerablemente hacia fines de la década de los años veinte: los datos publicados por el Congreso norteamericano planteaban que en 1930 el turismo de su país hacia México había significado 38 millones de dólares, tres veces lo reflejado en 1923.37
Durante el tránsito de los años veinte a los años treinta ya existían un par de guías de visita para la Ciudad de México, tanto en inglés como en español. Una de las primeras publicadas en México, en 1927 reconocía: “una sola guía hemos visto que se halle regularmente documentada y ésta, penoso es confesarlo, está hecha por un caballero norteamericano y escrita en inglés. Nos referimos a la de Mr. Philip M. Terry, cuya presentación e impresión es, por cierto, magnífica[...]”38 Las famosas y modernas guías Terry, sobre el México de la segunda mitad de los años veinte, ya se consumían exitosamente en Estados Unidos, aunque no dejaban de ser un tanto esquemáticas y un poco limitadas. Quizá por eso la Guía completa de la Ciudad y Valle de México, editada por León Sánchez y escrita por Ignacio Muñoz, trató de competir con las guías norteamericanas apelando a don Luis González Obregón, una autoridad un tanto conservadora pero de enorme solvencia intelectual y moral en el México de los años veinte. Sobre todo la Guía trató de utilizar una prosa a cual más amigable, aunque un tanto pomposa, que más recordaba a los florilegios anticuados de las Guías de forasteros que se publicaron en el siglo XIX. El pragmatismo y la solución de los problemas inmediatos de un turista no parecían tener mucho lugar en el texto. Dirigiéndose —muy a lo norteamericano— de tú a sus posibles lectores, el autor decía, por ejemplo al referirse a la comida:
Si deseas conocer las excelencias de la cocina mexicana, los secretos de la condimentación vernácula con todo su típico cortejo de salsa y ensaladas, frituras y brebajes siempre sabrosos y baratos; si quieres conocer la exquisita fragancia de unos tamales, paladear un mole bien hecho, las múltiples combinaciones de los “atoles”, las enchiladas, los fiambres y demás tentaciones de los heliogábalos mexicanos, acude al “Café Tacuba”[...] o bien visita las “torterías” que, frente al Teatro Lírico, se hallan siempre repletas de concurrencia[...]39
Este texto no contenía lo que sería una recomendación fundamental de las guías norteamericanas, esto es, tomar con mucho cuidado la comida mexicana. Además de las clásicas recomendaciones, los paseos, las descripciones de monumentos, tiendas, calles y edificios, la guía mexicana se detenía en la invitación al disfrute de espectáculos y fiestas. Entre los primeros destacaba el toreo, haciendo una clara referencia al turismo estadounidense y a los prejuicios que éste generaba en los poco experimentados guías mexicanos:
Si eres “sajón” te escocerá la idea de presenciar una corrida de toros. Para los sajones el toreo es algo maravilloso, impresionante, inolvidable[...] Porque los toros en México tienen una rara virtud. Quien los mira, por serio que sea, por mucha acritud que lleve en su carácter, se vuelve por momentos un rapaz y, olvidando las amarguras de la vida, pendiente de las faenas[...]
aplaude, grita, patalea, ríe a carcajadas o protesta con extraña energía, tal como si el viejo armazón humano de sus visicitudes y miserias lo hubiera dejado afuera, substituyéndolo por una envoltura veinteañera para entrar a la plaza[...]40
Sería en las fiestas populares en donde claramente se haría referencia, como es natural, a lo propiamente mexicano: “Si hemos de creer a viajeros prominentes, las fiestas populares y tradicionales de México guardan un ‘folclore’, un sello típico inimitable en toda América.”41
La “fiesta” junto con “la siesta” se convertirían muy rápidamente en referencias imprescindibles para atraer al turismo de todas partes del mundo, pero sobre todo aquel que venía del vecino territorio del norte.
III
La llamada “fiesta típica y popular” mexicana fue lo que se propuso como uno de los puntos de atracción más sugerentes para el consumidor turístico norteamericano. Lejos de la sangre que podía brotar con mucha facilidad en la fiesta brava o en las peleas de gallos, la “fiesta típica y popular” mexicana, con sus charros y chinas, sus desfiles, sus jaripeos y su imprescindible jarabe tapatío resultó mucho más acorde con las intenciones generales del turismo que venía del norte. Esta fiesta tenía mucho de espectáculo folclórico con bailes, caballos, trajes típicos, canciones, comida y bebida. Se llevaba a cabo por lo general al aire libre y era sobre todo muy alegre.
No son raras las referencias en libros de viaje estadounidenses de los primeros años treinta en las que se prefieren las charreadas a las corridas de toros. Un ejemplo sería el que Miriam Storm expuso en su libro Little Known Mexico. The Story of a Search for a Place. (México desconocido. La historia de la búsqueda de un lugar.) En el capítulo “The charros ride” (“El montar de los charros”), la autora reconoce en primer lugar que el charro es distinto al cowboy y al gaucho, haciendo referencia a cierta unidad americana asociada al caballo y a las suertes de la ganadería.
En términos muy generalizadores la señora Storm pontificaba: “Mexicans do not admire rough riding” (los mexicanos no admiran la cabalgata ruda). Lo que más le pareció gustar del jaripeo mexicano fue la “ausencia de violencia”, y sobre todo el garbo de los jinetes.
No blood42 was to be spilled in the bull-ring today, thank heaven! Only the charros were to stir applause. As the gate lifted, they entered in gallant[...] Their silver mounted suites were protected by chaparreras. Theres is nothing straighter than a charro’s back. They deploy about the ring as the bulls dash in and the roping commences.
“Ah, charrea!”
“Truly bonito”
“Bravo, charro! Bravo, toritito!”43
“Ah, charrea!”
“Muy bonito”
“¡Bravo, charro! Bravo, torito!
En esta descripción ya hay una fuerte influencia de los gustos norteamericanos sobre la ejecución de una charreada. Tal es el caso del trato “digno” al animal y el juego de palabras diminutivas tan caras para quien busca cierto acercamiento amoroso al evento ganadero. En este caso el toro no va hacia la muerte sino hacia “la fiesta”.
El jarabe tapatío ya era considerado como el clásico cierre de fiesta, tanto por mexicanos como por extranjeros. Tanto aquel que internacionalizó Ana Pavlova como el multitudinario jarabe que se bailó en la clausura de las fiestas del centenario de la consumación de la Independencia en 1921, se reproducía a la menor provocación tanto en México como en “los teatros Roxy y Palace de la ciudad de Nueva York”, a decir de Frances Toor,44 con
el fin de demostrar algo muy típicamente mexicano ante los ojos de propios y ajenos.
Tan conocido era ya dicho baile que desde mediados de los años veinte los alumnos que asistían a los cursos de verano de la Universidad Nacional, principalmente norteamericanos, de entrada solicitaban que se les enseñara el jarabe.45 Además de la insistencia en practicar el baile también hubo quienes se empeñaron en describirlo y analizarlo, como Erna Fergusson en su libro Fiesta in Mexico, de 1934. Interesada en demostrar que había mucho de europeo en el folclor dancístico mexicano, aun cuando reconocía cierta influencia indígena, sus retratos resultaban particularmente simplistas, muy al estilo de lo que caracterizaría al guía de turistas. Decía, por ejemplo, siguiendo el discurso de cierta cultura “oficial” elaborada por las autoridades educativas mexicanas:
The dances46 which accompany the songs are romantic in the extreme and very Spanish in music and steps. They are couple dances, and their generic name is zapateado[...] The Indian influence is shown in the pose of the upper body, different in every dance and typical of the gait and movement of each region, and in a certain dignity and poise which make the dances truly Mexican and not Spanish. The best known and most typical are the Jarabe de Jalisco, the Huapango of Veracruz and the east coast, the Sandunga of Tehuantepec, and the Jarana of Yucatán.47
A la hora de describir los atuendos, particularmente el de la “china poblana”, un reconocimiento de lo sintética que parecía la cultura mexicana afloraba de la siguiente manera:
They say48 a Chinese woman brought the skirt to Puebla; hence the name. But the rebozo is Spanish, the hat is masculine, and the shoes are French. So the costume is Mexican only in that it is as heterogeneos as the influences that have made México.49
Ya para entonces, y así se mostraba en las diversas referencias tanto norteamericanas como mexicanas, “lo típico mexicano” se empezaba a reducir a estereotipos identificables de manera homogénea, y a jerarquizar en función de cierta regionalización y actividad. Cuatro fueron los elementos que poco a poco se fueron decantando hasta convertirse en imprescindibles a la hora de mostrarse frente el consumo norteamericano: el paisaje, los atuendos, los bailes y las artesanías. El paisaje era el escenario natural y los otros tres los elementos sine qua non de la idiosincrasia mexicana. Los cuatro se reunían en la llamada “fiesta mexicana” y raro fue el libro o la guía sobre México que no enfatizara su importancia a la hora de tratar de conocer lo “típico mexicano”.
La fiesta nacional tenía que ver más con la charrería y el baile del jarabe que con las corridas de toros y las peleas de gallos. Por encima de las fiestas regionales, cuyo proceso de estereotipificación ya se había iniciado también,50 el jarabe y los jaripeos poblaron los requerimientos iniciales del consumo turístico desde la primera mitad de los años treinta. Ellos se convirtieron en componentes centrales de la “fiesta mexicana” preparada para cualquier visitante distinguido o por lo menos con capacidad económica como para poder marcar su relevancia en el medio cultural.
Cierto era que los bailes, los atuendos y las artesanías de cada región se resaltaban a la hora de ofrecer otros puntos del territorio nacional. Los huipiles y las guayaberas mestizas de Yucatán, las inconfundibles coronas de las tehuanas, o las cueras de los huastecos aparecían a la menor provocación a la hora de mostrar la variedad heterogénea del folclor mexicano. Pero lo que culminaba la “fiesta mexicana” era por lo general un jarabe tapatío. Por ello éste se identificó como “típico” y como “nacional”
Las artesanías, por su parte, ocuparon un lugar privilegiado en el consumo turístico norteamericano. Una enorme variedad de objetos con diseños originales y “exóticos” fue poblando los espacios mercantiles por los que deambulaba el turismo a partir de los años veinte. Tiendas identificadas como Mexican Curious se abrieron a lo largo de las calles céntricas de la Ciudad de México y en los parajes de interés turístico no tardaron en surgir pequeños puestos y tendajones con infinidad de piezas de barro, plata, petate, cuero, azúcar, madera, etc., cuya decoración atrajo el consumo inmediato y la identificación de ser un “producto mexicano”.51
Con respecto al turismo norteamericano, tanto los mapas carreteros como las sugerencias iniciales de las guías o los libros de viaje identificaban los lugares a partir de los atuendos, los bailes y en muchas ocasiones con algún objeto artesanal de las localidades señaladas. Poco a poco, en la medida en que se iban sofisticando los medios impresos, este tipo de señalización se convirtió en un lugar común que iría determinando mucha de la respuesta lugareña a la demanda del turismo.52
Los emergentes medios de comunicación masiva, como la prensa periódica, la radio y el cine se encargaron de masificar estos estereotipos locales y nacionales ante el público mexicano y extranjero,53 pero también tuvieron mucha responsabilidad en ello los discursos y las promociones estatales. Sin embargo, otro tanto debería atribuírseles a quienes se asumieron como personificaciones o representantes de los estereotipos mexicanos, como los pintores Diego Rivera, Miguel Covarrubias, Frida Kahlo y Adolfo Best Maugard, o los charros veteranos como don Carlos Rincón Gallardo o José Ramón Ballesteros.
Abundaron los testimonios de viajeros y turistas de aquellos años que mencionaron sus vivencias con estereotipos nacionales y regionales, principalmente charros y chinas mexicanas. Poniendo en escena sus atuendos para el disfrute de propios y extraños, algunos ciudadanos mexicanos hicieron gala de su “mexicanidad” de manera ostentosa y teatral tanto con fines autoafirmativos como de incitación al consumo de los extranjeros visitantes. Así lo recuerdan Heath Bowman y Stirling Dickinson en su libro Mexican Odyssey (La odisea mexicana), de 1936. Después de recorrer en taxi parte del cosmoplita Paseo de la Reforma, los dos viajeros decidieron detenerse en un restaurante.
A group of charros54 ride up to our verandah. One of them dismounts and hands the bridle to his groom, who has been following him on horse, while another leans in at the window, talking to his friends, and drinks wine seated on his horse[...] Behind their saddles they always carry a striped sarape; for this whole acoutrement is traditional, dating back to the firs years of the Spanish conquest, and kept alive here in the City by the Society of Charros. They are proud of their costumes; they know perfectly well how magnificent they look. How much more impressive than the Sunday American, with his unrelieved black, his spats and cane! Such outfits you do see here, but the charros are more truly Mexican.55
Quizá la figura más representativa en cuanto a la puesta en escena de la charrería para satisfacer al turismo durante los años veinte y treinta fue don Carlos Rincón Gallardo.56 También conocido como el marqués de Guadalupe e identificado como uno de los padres de la charrería mexicana, don Carlos solía cabalgar por los camellones del Paseo de la Reforma todos los domingos para concluir su cabalgata en la Casa del Charro (por el rumbo de Ejército Nacional), echar una que otra lazada, bailarse un jarabe tapatío y departir con propios y ajenos.
No fueron pocos los visitantes que se impresionaron con el garbo y la elegancia de don Carlos, pues tal vez veían en él al mexicano típico que poco a poco se iba haciendo más y más popular gracias a las propuestas de los medios de comunicación masiva y a la creación de una imagen mexicana capaz de satisfacer las expectativas del consumidor extranjero y turístico. Algunos visitantes incluso creyeron a fe ciega sus planteamientos, tal como lo demuestra Erna Ferguson (1934).
The Mexican charro57 is the cowboy, but he is a gentleman as well as a ranch hand, a point wich is very important to the Marques de Guadalupe, for the Marques is a grandee of Spain, a Mexican with a long, aristocratic familiy tree, resentful of new ways and sworn to maintain the old custom and especially the gentlemen tradition. As the Marques explains it, the rancho owner in Mexico was never a superior supervising person. He was a cowboy, expected to do whatever his men did, and do it better. So the Marques conducts a weekly charreada near Mexico City were charros can test their skill at games.58
Ya para finales de la década de los años treinta el mismo Rincón Gallardo tenía tan armado su numerito que hasta sus chistes parecían especialmente confeccionados para el turismo. Con cierta inocencia, Rodney Gallop narraba en su Mexican Mosaic lo siguiente:
No one dances59 the Jarabe Tapatío with greater air than the Marqués de Guadalupe, and he is a great authority on the correct costume for a China as for a Charro. He himself relates with gusto how once he was invited down into the arena to display the dance with a fair unknown. After the dance the lady begged him to tell her wether her costume was correct in every detail. “Candour compells me to tell you, Señorita” he replied, “that there is one thing wrong. Every true China Poblana wears lace -edged drawers. You are wearing bloomers.”60
Afortunadamente no todos los turistas ni todos los visitantes caían en las trampas estereotípicas de quienes ya habían descubierto los beneficios —sobre todo económicos— de la venta de la “imagen mexicana”. Muchos se encargaron de visitar y tratar de entender los muchos Méxicos que claramente contradecían este afán unificador y simplista. Algunos incluso rechazaron vehementemente estas puestas en escena para turistas, dado que por debajo de la imagen no tardaba en aparecer la otra realidad mexicana: la de la miseria y la injusticia social. La fotógrafa Helen Levitt, por ejemplo, en 1941, después de ver a un grupo de niños humildes bailando en Veracruz, planteó su profunda depresión y describió la escena con la siguiente frase dramática: “It was a ritualized61 form of social behavoir which was wholly devoid of spontaneity and communicated no individual feeling.”62
Sin embargo, para el turismo común y corriente las puestas en escena estereotípicas siguieron funcionando a tal grado que tanto extranjeros como nacionales continuaron consumiendo estas representaciones de lo que se identificaba como típico mexicano. Sin pobreza y sin miseria, plagado de fiestas, baile y fanfarronería, muy como en los “Ranchos Grandes” o en los “Jaliscos que nunca se rajan”, películas que dieron la vuelta al mundo exportando una imagen idílica del México charro y alegre, estas dimensiones bien sirvieron para ocultar al México bronco y miserable, un México que tal vez para muchos deba quedarse fuera de la vista hasta el día de hoy: así se puede garantizar la continuidad del México de oropel, puesto al servicio del consumidor foráneo que sólo viene a constatar lo que ya ha visto en la propaganda turística y en los medios de comunicación masiva. Aun así resulta particularmente difícil no ver lo que es evidente.
La invención de un México estereotípico, más que responder a un autoconocimiento derivó en una traducción para el turista y el consumidor norteamericano, principalmente de lo que era “diferente” de él. La creación de estereotipos nacionales mexicanos puede verse, así, más como un proceso de norteamericanización que de mexicanización.
Ricardo Pérez Montfort, historiador, es investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
El presente texto constituye un producto lateral del proyecto Nacionalismo y estereotipos culturales en México, l920-1940, a cargo del autor y auspiciado por el CIESAS. Un par de versiones del mismo aparecieron publicadas en: Aquiles Chihu Amparán (Comp.) La sociología de la identidad, UAM-I / Miguel Ángel Porrúa, México, 2002; y Hans Joachim König y Stefan Rinke (Eds.), Northamericanization of Latin America? Culture, Gender, and Nation in the Americas, Verlag Hanas-Dieter Heinz, Stuttgart, 2004.
1 [Viajemos al otro lado de la frontera, cómprame un auténtico chal español, vamos a comer tamales en el centro de Nogales: vámonos lejos de todo esto.]
2 Véase Eduard Said, Orientalism,
Random House, New York, 1977.
3 Véase Peter Burke, Formas de historia cultural, Alianza Editorial, Madrid, 2000.
4 Un ejemplo clásico sería el de George Devreux, De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento, Siglo XXI Editores, México, 1977.
5 Véase Mijail Bajtin, Estética de la creación verbal, Siglo XXI Editores, México, 1982.
6 Véase Robert L. Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, FCE, México, 1989.
7 Véase Ricardo Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano, CIESAS, México, 1994.
8 Véase AA. VV., Nacionalismo y el arte mexicano, IIE- UNAM, México, 1986; Cecilia Noriega Elío (Ed.), El nacionalismo mexicano, El Colegio de Michoacán, Zamora, 1992; y Herón Pérez Martínez (Ed.), México en fiesta, El Colegio de Michoacán / Sectur Michoacán, Zamora, 1998.
9 Tal vez un trabajo pionero sea el de Mauricio Tenrio Trillo, Artilugio de la Nación Moderna. México en las exposiciones universales 1880-1930, FCE, México, 1998.
10Daniel Cosío Villegas, Memorias, Joaquín Mortiz, México, 1976, p. 91.
11 Véase Carlos Monsiváis, “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, en Daniel Cosío Villegas (Coord.), Historia General de México, Colmex, México, l976.
12 [El conjunto de tres bailes, China poblana, Jarabe tapatío y Diana mexicana, tuvieron un gran éxito en la Ciudad de México donde, tras la temporada de Pavlowa, se comprobó el potencial del teatro para todos los espectáculos y estos bailes se presentaron en la plaza de toros ante 25 mil personas. El éxito que tuvieron en México era de esperarse, pero la respuesta que mostraron otros países fue sorprendente, particularmente en París y Londres, donde los bailes se convirtieron en vanguardia y con ello se incrementó el interés por el arte mexicano.]
13 Alberto Dallal, La danza en México, UNAM, México, 1986 p. 69; y “Pavlova” Proem and Program, The Wander Press, New York, 1922, p. 21.
14 Daniel Cosío Villegas, Memorias, Joaquín Mortiz, México, 1976, p. 92.
15 Véase Ricardo Pérez Montfort, “La invención de lo ‘tipico’ en el imaginario. El México de charros y chinas poblanas”, en Javier Pérez Siller y Verena Radkau (Coords.), Identidad en el imaginario nacional, BUAP / El Colegio de San Luis / Instituto Georg Eckert, México, 1998.
16 Véase Moisés Sáenz, Escuelas Federales en San Luis Potosí. Informe de la visita practicada por el subsecretario de Educación Pública en noviembre de l927, Talleres Gráficos de la Nación, México, l928.
17 Véase Ricardo Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano, CIESAS, México, 1994.
18 Véase Jorge Ruffinelli, El otro México. México en la obra de B.Traven, D.H. Lawrence y Malcolm Lowry, Editorial Nueva Imagen, México, l978.
19 [Hay un grupo de mexicanos, normalmente con más sangre blanca que india, conocidos como rancheros. Son granjeros independientes y ganaderos, y ocupan el amplio campo que existe entre un hacendado y un indio. Se les ve en ciudades pequeñas o pueblos y muchos aún respetan la costumbre del charro pintoresco. No padecen por sentirse inferiores y es un gozo mirarlos... Uno siente, de alguna manera, como si todos los mexicanos blancos debieran ser así (sin temor, seguros, razonablemente inteligentes, y con hermoso atavío...). Pero no lo son.]
20 Stuart Chase, Mexico: a Study of two Americas, The Literary Guild, New York, 1931, p. 293.
21 Véase Egon Erwin Kisch, Entdeckungen in Mexiko, Berlin, 1945; Hilde Krüger, Malinche, Mexiko, 1944; Luis Araquistáin, La revolución mejicana, Santiago de Chile, 1929; Hamilton Fyfe, The real Mexico, Mac Millan, London, 1914; Thomas Beaumont Hohler, Diplomatic Petrel, London, 1942; Louis Lejeune, Terres Mexicaines, Paris, 1912; y Vitold de Szyslo, Dix mille kilomètres à travers le Mexique, Paris, 1913.
22 Véase Frank L. Tannenbaum, Peace by Revolution. An interpretation of Mexico, Columbia University Press, New York, 1933; Ernest Gruening, Mexico and its Heritage, The Century, New York & London, 1929; Carleton Beals, Mexican Maze, J. B. Lippincott, Philadelphia & London, 1931; y Robert Redfield, Tepoztlan. A Mexican village, University of Chicago Press, Chicago, 1930.
23 [A escala nacional, México es una tierra de gran diversidad e infinita variedad; localmente hay una marcada homeogeneidad y uniformidad... En estos poblados aislados hay una verdadera vida folclórica, costumbres folclóricas, cultura folclórica, canciones folclóricas, folclor. En estos sitios existe un alto grado de similitud y solidaridad comunal.]
24 Bertram D. Wolfe, Portrait of Mexico, Covici-Friede Publishers, New York, 1937 pp. 21-22.
25 [A pesar de los levantamientos constantes de un campesinado alebrestado y las frases grandilocuentes de programas agrarios que aún se conservan, aunque no por completo, en papel, esta es la cultura que cubre en estas zonas el grueso de la tierra y la gente mexicana.]
26 Ibíd., p. 25.
27 [“Primero conoce América” es un eslogan que ha sido adaptado por numerosas sociedades estadounidenses deseosas de que los americanos aprendan más acerca de su país antes que de otros. Sin duda hay mucho de interés aquí y el eslogan es excelente, pero al sur existe un país que es sumamente pintoresco y tan rico en ruinas históricas que ha sido justamente llamado “el Egipto de América”. Este país es México.]
28 [Viajar por México no es más duro ni más incómodo que viajar en Estados Unidos, y es igual de seguro.]
29 Greater Mexico (Vol. 1 Núm. 7), New York, May 15, 1924. Tal vez sobre decir que el editor de esta publicación era Sealtiel L. Alatriste, personaje que parecía cobrarle al gobierno mexicano de los años veinte su militancia en el Partido Liberal Mexicano durante los primeros momentos del maderismo, con una estancia en Nueva York promoviendo los “beneficios” que los gobiernos posrevolucionarios pretendían ofrecer a los consumidores e inversionistas norteamericanos.
30 Aurelio de los Reyes, Medio siglo del cine mexicano (1896-1947), Editorial Trillas, México, l987, pp. 92-93.
31 [México Coqueto (por H.F. Carter)
México coquetea
con su vecino,
el Tío Sam;
trenza su cabellera delicada
y viste con su vestido largo:
así cuando el turista viaja
hacia el sur del Gran Río
ella le extiende su pequeña mano morena
y le muestra el pueblo...
***
El Tío Sam coquetea
con su vecina, México.
La encuentra encantadora
con sus mejillas y ojos brillantes.
Quiere emparentarse
ya han llegado a acuerdos,
para brindarse ayuda mutua
y hacer ambas naciones crecer.]
32 Mexican-American, and the Pulse of Mexico (Vol. 1, Núm. 30), 20 de diciembre de 1924.
33 Véase Mexican-American, and the pulse of Mexico (Vol. 1, No. 32), 3 de enero de 1925; y Mexican-American, and the pulse of Mexico (Vol. 1, No. 36), 31 de enero de 1925.
34 El significado de estos autores en la conformación de los estereotipos nacionales mexicanos puede consultarse en el ensayo “Una región inventada desde el centro. La consolidación del cuadro estereotípico nacional 1921-1937”, publicado en Ricardo Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano, CIESAS, México, 1994.
35 Véase Helen Delpar, The Enormous Vogue of Things Mexican. Cultural Relations Between the United States and Mexico 1920-1935, The University of Alabama Press, Tuscaloosa and London, 1992; y James Oles, South of the Border. Mexico in the American Imagination 1914-1947, Smithsonian Institution Press, Washington and London, 1993.
36 Un seguimiento bastante puntual de este intercambio, sobre todo entre élites culturales, se encuentra en The Mexican Vogue at its peak, en Helen Delpar, Op. Cit., pp. 54-90.
37 El dato lo cita Helen Delpar en Op. Cit., p. 58.
38 Ignacio Muñoz, Guía completa de la Ciudad y Valle de México, Ediciones León Sánchez, México, 1927, p. 6.
39 Ibíd., pp. 19-20.
40 Ibíd., pp. 137-138.
41 Ibíd., p. 401.
42 [Hoy ya no se derrama sangre en el ruedo, ¡gracias a Dios!. Sólo aplauden los charros. Conforme se levantaba la reja, los charros entraron galantes trotando... Sus trajes de plata estaban protegidos por chaparreras. No hay nada más erguido que la espalda de un charro. Se despliegan en el lienzo conforme los toros irrumpen y comienza el lazado.]
43 Marian Storm, Little Known Mexico. The Story of a Search for a Place, Hutchinson & Co., London, 1932, pp. 87-88.
44 Frances Toor, “El jarabe antiguo y moderno”, en Mexican Folkways (Vol. VI, Núm. 1), México, 1930, p. 34.
45 Véase México al día, (Tomo 4, Núm. 84), México, 1 de septiembre de l932.
46 [Las danzas que acompañan a las canciones son románticas en extremo y muy españolas en su música y sus pasos. Hay algunas danzas que genéricamente se llaman zapateado... La influencia india se muestra en la posición del torso, la forma de moverse es distinta en cada región, y hay cierta dignidad y porte que los hace verdaderamente mexicanos y no españoles. Los bailes más típicos y conocidos son el jarabe de Jalisco, el huapango de Veracruz y de la costa este, la Sandunga de Tehuantepec y la jarana de Yucatán.]
47 Edna Fergusson, Fiesta in Mexico, Alfred A. Knopf, New York, 1934, p. 18.
48 [Cuentan que una china trajo la falda a Puebla: de ahí el nombre. Pero el rebozo es español, el sombrero es masculino y los zapatos son franceses. Por lo tanto, el traje es mexicano solamente en el hecho de que es tan heterogéneo como las influencias que se han conformado en México.]
49 Ibíd., p. 21.
50 Véase Ricardo Pérez Montfort, “Nacionalismo y regionalismo en la fiesta popular mexicana, 1850-1950”, en Herón Pérez Martínez (Ed.), México en fiesta, El Colegio de Michoacán Sectur-Michoacán, México, 1998.
51 Véase Victoria Novelo (Comp.), Artesanos, artesanías y arte popular de México. Una historia ilustrada, Conaculta, México, 1996.
52 Algunos de los mapas más ilustrativos de México de mediados y fines de los años treinta se encuentran en Leone and Alice Moats, Off to Mexico, Charles Scribner’s Sons, New York-London, 1935; y en Ruth Poyo, Touring Mexico, Publicaciones Fishgrund, México, 1939.
53 Véase Ricardo Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano, CIESAS, México, 1994.
54 [Un grupo de charros cabalga hacia la terraza. Uno de ellos desmonta y le da las riendas al caballerango, quien lo ha seguido a caballo, mientras otros se apoyan en la ventana, hablando con sus amigos y bebiendo vino sentados en sus caballos. Detrás de sus sillas siempre cargan un sarape rayado. Esta manifestación tradicional data de los primeros años de la conquista de los españoles y por la sociedad de charros se mantiene viva aquí en la ciudad. Están orgullosos de sus atuendos; saben perfectamente bien lo magníficos que lucen. ¡Qué puede haber más impresionante que el Domingo Americano, con su negro azabache, chaparreras y fuetes! Atuendos así se pueden ver aquí, pero los charros son lo verdaderamente “mexicano”.]
55 Heath Bowman & Stirling Dickinson, Mexican Odyssey, Willet, Clarke & Co., Chicago, New York, 1935, p. 75. Otra escena semmejante puede consultarse en O.A. Merritt-Hawkes, High up in Mexico, Ivor Nicholson & Watson Ltd., London. 1936 p. 165.
56 Autor de El libro del charro mexicano (Porrúa Hnos. y Cía., México, 1939), don Carlos Rincón Gallardo no ha sido debidamente estudiado. Una aproximación al personaje puede consultarse en la revista Cartel, México, 13 de marzo de 1947.
57 [El charro mexicano es el vaquero, pero es un caballero que también es ranchero, un punto que resalta el marqués de Guadalupe, un noble de España, un mexicano con un aristocrático árbol genealógico, que ofendido por las nuevas formas juró mantener las viejas costumbres, especialmente la tradición caballeresca. Como explica el marqués, en México el dueño del rancho nunca es un superior, un supervisor. Él era un vaquero que esperaba ansioso hacer lo que hacían sus hombres, y hacerlo mejor. Es por ello que el marqués organiza una charreada semanal cerca de la Ciudad de México, donde los charros prueban sus habilidades en juegos.]
58 Edna Ferguson, Op. Cit., p. 246.
59 [Nadie baila el jarabe tapatío con más aires que el marqués de Guadalupe, quien además es toda una autoridad en materia de atuendos tanto de China como de Charro. Él mismo relata con gusto cómo, en una ocasión, fue invitado a bajar a bailar a la arena con una señorita desconocida. Después del baile la mujer le rogó que le dijera si su vestido era correcto en todos sus detalles. “Francamente me atrevo a decirle, señorita” respondió, “que sí hay una cosa que está mal. Toda verdadera China Poblana usa refajo con tira bordada. Usted trae puestos calzoncillos largos.”]
60 Véase Rodney Gallup, Mexican Mosaic, Faber and Faber Ltd., London, 1939.
61 [Esta fue una forma ritualizada de un comportamiento social desprovisto totalmente de espontaneidad que no comunicaba ningún sentimiento individual.]
62 Maria Morris Hambourg, “Helen Levitt: A Life in Part”, en Helen Levitt, San Francisco Museum of Modern Art, 1991, citado en James Oles, Op. Cit., p. 206.
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