Hacia un modelo democrático
de política cultural
Eudoro fonseca
La naturaleza del régimen político y de convivencia de una sociedad determina el tipo y la naturaleza de la política cultural posible. Es decir: no se puede intentar cualquier tipo de política cultural en cualquier tipo de régimen político.
Podemos identificar un régimen de la Revolución Mexicana, intentar caracterizarlo e identificar también el proyecto de política cultural que le correspondió. Ahora: dicho régimen se agotó. No voy a decir fetichista y ritualmente que el régimen de la Revolución Mexicana se canceló el 2 de julio de 2000 aunque esta fecha tenga una fuerza simbólica. Si bien podemos decir que este régimen se agotó, es también cierto que, como una consecuencia lógica, estamos ante la posibilidad de construir un modelo de política cultural alternativo.
A fuerza de ser sinceros, hay que decir que nos encontramos en ese momento de confusión, propio de cualquier transición, en el que no se han establecido de una manera absolutamente nítida las características del nuevo régimen político. Cuando digo régimen, no estoy diciendo gobierno ni administración, porque referirse a un gobierno o a una administración es, desde luego, mucho más limitado que hablar de la institucionalización de normas y usos que estructuran el juego del poder en un paradigma que trasciende a los gobiernos. En el mismo sentido, cuando hablo del régimen de la Revolución Mexicana, no me refiero a sexenios ni a ejercicios concretos de administración, sino a un entramado de normas y prácticas, implícitas y explícitas, que ordenan el acceso al poder, el ejercicio del mismo y el establecimiento del
vínculo entre gobernantes y gobernados. Todas las líneas que organizan al régimen están en plena descomposición y recomposición. Si esto es así, tampoco está definido y claro el modelo de política cultural, pero tanto en lo relativo al régimen político como al modelo de política cultural, estamos emplazados a resolver la transición.
En abstracto sabemos que hay una voluntad nacional de construir un régimen político de convivencia nacional y una política cultural de carácter democrático, es decir, una voluntad de construir un régimen político de convivencia democrática, nos referimos a construir una sociedad a partir de los cimientos de los principios liberales. Liberales en su mejor sentido, es decir, de respeto a los derechos fundamentales de los seres humanos: políticos, civiles, ciudadanos. Nos referimos también a una sociedad tolerante, a una sociedad que da cabida a la diversidad, que permite la expresión de mayorías y minorías, y que no sostiene una ortodoxia por la vía de la ideologización de la sociedad y menos por la vía de la represión. Establecer un modelo de convivencia que dé cabida a los valores del liberalismo y la tolerancia constituye hoy una aspiración nacional.
Partamos de la naturaleza del régimen político como condicionante del tipo de política cultural. Una primera precisión: se habla a veces de una política cultural y, a veces, de políticas culturales, por lo que creo conveniente distinguirlas.
Cuando hablamos de política cultural nos referimos a un proyecto estatal, quizá a un proyecto público más que estatal o, en su sentido amplio, un programa unitario, nacional, de cultura; por eso hablamos en singular de la política cultural como el proyecto del Estado en materia de cultura. Cuando hablamos de políticas culturales nos referimos a programas diversos, a programas específicos, vinculados, desde luego, con el proyecto general de política cultural. Así, por ejemplo, la política que se tenga hacia el patrimonio es una de las políticas culturales; las estrategias o líneas de acción que se abordan para fomentar la lectura en el país es una de las políticas culturales; los programas, ideas y proyectos que se tienen para estimular la creación artística, también; pero la idea de conjunto, la propuesta, la visión que se tiene desde un gobierno o desde un estado, es algo que singulariza a la política cultural. Ésta sería la diferencia.
Recordarán que uno de los encuentros de la revista Vuelta que organizó Octavio Paz, se hizo muy célebre por la bomba que soltó Mario Vargas Llosa cuando dijo que “México era la dictadura perfecta”. Entonces se desató una discusión al nivel nacional, más allá del encuentro, acerca de si éramos o no la dictadura perfecta. Enrique Krauze formuló una argumentación para discrepar de Vargas Llosa y concluyó: “no somos una dictadura, sino en todo caso una dictablanda”.
De conformidad con la ciencia política el consenso más amplio que se alcanzó para caracterizar al régimen político mexicano fue el de un régimen autoritario. Los regímenes autoritarios pueden ser dictaduras, pero también pueden ser híbridos, democracias muy imperfectas con rasgos fuertemente limitantes del pluralismo o represivos.
Un régimen autoritario no es necesariamente sinónimo de dictadura. En este sentido, creo que la caracterización del país como dictadura era un tanto inexacta, pero ésa es otra discusión. Un teórico español, Juan Linz, y otro politólogo, Samuel Huntington, principales sistematizadores de lo que es un régimen autoritario, mencionaban como rasgo fundamental de éste el pluralismo limitado. Una democracia es un régimen pluralista y entre más libre sea el pluralismo, mayor es su carácter democrático, al punto que uno de los grandes teóricos de la democracia, Robert Dahl, se refiere a la democracia como poliarquía, o sea, como multiplicidad de poderes sociales constituidos y efectivos en una sociedad.
La prensa es un poder que, muchas veces, sirve como contrapeso a los excesos del poder público estatal, las ONG’s, las organizaciones civiles, llegan a ser poderes constituidos con influencia y capacidad de decisión, que exigen frecuentemente rendición de cuentas y siguen el comportamiento de los gobernantes. En las democracias existen los poderes de las comunidades, de los gremios y los gobiernos locales; tiene vigencia la división de poderes, los partidos tienen poder, las Cámaras de representación popular tienen poder propio y cumplen con el requisito de frenar el poder con el poder mismo, como decía Montesquieu. Por lo tanto, en las sociedades pluralistas hay efectivamente pluralidad de poderes.
Los grandes teóricos del totalitarismo han coincidido en algunos rasgos propios de este régimen, el primero de los cuales es la gran presencia ideológica del Estado. En los estados totalitarios hay una verdad oficial, una ideología asumida como ideología del Estado, que ejerce un papel de dominación y fija la ortodoxia frente a cualquier desviación, que se considera por lo tanto punible, perseguible y herética.
El segundo rasgo es la existencia del unipartidismo, de un partido único centralista y centralizador que, si bien no es un elemento inexcusable, sí es recurrente en los ejemplos conocidos de totalitarismo. Existe también frecuentemente la figura de un liderazgo iluminado, único, fundamentalista o carismático.
Eso nos da, por contraste, rasgos de la sociedad democrática en la que el Estado no puede imponer condicionamientos ideológicos. Si no hay pluralidad ideológica de intereses expresados y legitimados dentro del marco del régimen político, no podría haber pluralismo. Si hubiera una ideología impuesta desde el Estado, no sería viable la sociedad abierta. Por lo tanto, en las democracias no puede haber ideología estatal, tiene que expresarse la pluralidad en las representaciones partidistas, en las bancadas y en el juego político dentro de los congresos, en la opinión pública, en la prensa y en la calle.
En los regímenes totalitarios se encapsula la respiración natural de la sociedad y se pone a ésta un corsé: la superioridad racial del pueblo ario, o
la voluntad nacional de construir el socialismo. Como contraparte se definen desde el Estado a los enemigos del pueblo.
Diríamos, tratando ya de caracterizar al régimen de la Revolución Mexicana y a su modelo de política cultural, que el Estado mexicano sí tenía una ideología de Estado reconocible, aunque pragmática y por lo mismo un tanto diluida, un tanto deslavada. Sin embargo, creo que podríamos reconocer al nacionalismo y al nacionalismo revolucionario como la ideología que permea las instituciones públicas y que, a través de la voluntad política del régimen, se impuso durante mucho tiempo a la sociedad. Sí tuvimos una ideología estatal: el nacionalismo. Un nacionalismo que apelaba a una legitimidad no democrática, o sea no derivada de las urnas, sino derivada de la revolución.
¿En qué fundamentaba la clase gobernante su derecho a gobernar? En el hecho de representar al pueblo en armas, de ser los voceros del pueblo, y de haber hecho una revolución. Su legitimidad era un proyecto de futuro, el proyecto de la Revolución Mexicana, era un proyecto que, en sus líneas económicas, apelaba a la autosuficiencia tecnológica, a la sustitución de las importaciones, a crear estímulos para que se desarrollara el empresariado local, a gravar la importación con aranceles e impuestos para que pudiera —como en un invernadero— desarrollarse la industria propia. En lo político se sostenían como principios sagrados la soberanía nacional (gran fetiche de culto) y la no intervención. Los dos se refieren a un modelo vuelto hacia dentro, un modelo de carácter nacionalista.
Por otro lado, ¿cuáles eran las piezas maestras de este régimen político de la Revolución Mexicana? En primer lugar: la institución presidencial. No el presidente, sino el presidencialismo, un presidencialismo que no tenía los acotamientos propios de los regímenes democráticos; el más evidente de ellos, el contrapeso por parte de los otros poderes. El control que pueden ejercer el Poder Judicial y el Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo siempre estuvo ausente, porque el Congreso y el Poder Judicial eran apéndices obedientes del vértice de la pirámide política.
El segundo elemento era el partido; un partido hegemónico, no sólo dominante, que tenía, en buena medida, los rasgos de un partido de Estado con una estructura corporativa que se extendía a toda la sociedad.
¿Qué es esto de estructura corporativa? La creación de segmentos sociales, la agrupación de estos segmentos sociales y su utilización como interlocutores de la fuente surtidora de todo poder político que era la institución presidencial. De este modo, ustedes saben que el Partido Revolucionario Institucional tenía, y tiene todavía (aunque hoy es otra cosa), su sector campesino para agrupar a los trabajadores del campo y a los empresarios agrícolas; su sector obrero, a través de la CTM, que agrupaba a las principales agrupaciones sindicales del país, y la CNOP, el cajón de sastre donde entraba todo lo demás. Lo interesante es que todos estos organismos tenían dirigencias afiliadas al partido cuyo jefe último era el presidente. De este modo se establecía una
correa de transmisión, centralista y centralizadora, de la voluntad presidencial hacia prácticamente todo el cuerpo social.
Aquí llego a un punto interesante. El régimen de la Revolución Mexicana fue un régimen presidencialista que ejerció el poder de manera clientelar, vertical y descendente. Detengámonos un poco en esto. Queremos decir que el vínculo político estaba dado a partir de las expectativas que se genera-
ban del Presidente de la República hacia la base de la pirámide. La construcción del poder no fluía, digamos, de las organizaciones sociales hacia el primer mandatario del país, sino que procedía de éste al partido y del partido a las organizaciones sociales. En este sentido, la vigencia real de nuestra pluralidad era efectivamente limitada, la participación social estaba subrogada en buena medida a las decisiones del poder público, y había una disciplina que hacía posible un funcionamiento bastante homogéneo del sistema y bastante operativo en términos de estabilidad.
En cuanto a lo que nos concierne, este régimen autoritario condicionó fatalmente al modelo de política cultural. El paradigma de la política cultural del Estado mexicano tuvo como primer rasgo el ser homogeneizador. ¿Qué quiere decir esto? Que su tendencia fue diluir las diferencias culturales y construir un modelo único, prototípico, de cultura nacional. Dentro de este paradigma no se hablaba de las culturas de México, sino de la cultura mexicana, de la cultura nacional, y prácticamente no existía la noción de multiculturalismo, ni de pluriculturalismo. Existía la noción de pueblo, pero la idea multicultural es más bien reciente, comienza a aparecer con el proceso de democratización en el país; pero en el momento clásico del régimen de la Revolución Mexicana lo que había era un proyecto homogeneizador, construido alrededor de la noción del pueblo mexicano.
El giro semántico y lingüístico no puede ser más ilustrativo; el pueblo sirvió para construir una visión monolítica propia de un sistema autoritario. Hoy decimos “la sociedad mexicana”, “la sociedad civil”, “los grupos sociales”, “las comunidades”, ya no hablamos de pueblo. Se intentó construir un modelo de Estado-nación que diluía la presencia de los grupos étnicos. Para decirlo con una frase de Luis Villoro: en sus grandes momentos el indigenismo mexicano fue un indigenismo integrador. La idea era la redención del indio a partir de su asimilación a la sociedad mestiza, y al mismo tiempo se exaltaba la imagen del indio muerto, la gran tradición milenaria prehispánica orgullo del país.
Se pretendía redimir a los indios de su miseria, de su ignorancia, a partir de la renuncia a su propia condición cultural en aras de su integración a la sociedad mestiza o nacional. De lo que se trataba entonces era de que los pueblos indios se integraran al pueblo en general, o se fundieran en esa noción homogeneizante que era objeto de representaciones folclóricas.
En términos culturales, el nacionalismo produjo el gran movimiento muralista mexicano, la música de Silvestre Revueltas, Carlos Chávez y Blas Galindo, entre otros. También produjo figuras de la danza como Guillermina Bravo, quien desempeña una función importante dentro del Ballet Nacional de México, y grandes coreografías como la de Zapata de Guillermo Arriaga. Asimismo, produjo la novela de la Revolución Mexicana que recogía los tipos populares del movimiento épico. Como contrapartida, el grupo de los Contemporáneos se atrevió a reivindicar a la literatura francesa y las vanguardias en un momento en el que dominaba justamente el paradigma del nacionalismo. Esta excepción de los Contemporáneos, no invalida la caracterización, si no que la convalida.
El paradigma cultural homogeneizador fue un primer rasgo. El segundo rasgo es el centralismo. El desequilibrio entre la macrocefalia de la Ciudad de México y el desarrollo económico de las regiones del sur y sureste y del norte y occidente, también tenía que ver con una forma de ejercicio de poder que naturalmente permea las instituciones culturales.
Las primeras instituciones públicas de cultura son instituciones centrales, nacionales. En 1939, Lázaro Cárdenas creó el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Haber creado una institución encaminada a preservar, investigar y difundir el patrimonio nacional es una de las grandes hazañas de la promoción cultural en México. El Instituto Nacional de Bellas Artes se forma durante el periodo presidencial de Miguel Alemán en 1946, y con López Mateos la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito.
La política cultural debe estar centrada en los intereses de la sociedad, en los intereses de los ciudadanos. El antiguo paradigma tuvo una ideología de Estado, una ideología oficial; el nuevo paradigma cultural debe ser la expresión de la pluralidad y la diversidad social y, lo más difícil, debe encontrar los mecanismos que garanticen la expresión de todos los intereses y su diálogo sin la supresión de ninguno de ellos. El modelo anterior fluyó por medio de instituciones centralizadas, el nuevo modelo tiene que dar cuerpo a una nueva articulación federal, es decir, debe seguir un modelo constitucional de estructuración política de carácter federal que ya existía desde 1824, pero que en la práctica nunca existió.
Lo que tuvimos fue un sistema muy centralizado con un ropaje de carácter federal. Hoy estamos emplazados a dar vigencia real al federalismo, tanto en el ámbito político como en el de la cultura. A un planteamiento monolítico debe seguirle ahora uno que reconozca la diversidad cultural. En general, estos son los principios básicos sobre los que debe edificarse un nuevo modelo de política cultural.
Las dificultades comienzan cuando se piensa cómo construir las condiciones de viabilidad para el nuevo modelo. Además, esto hay que hacerlo en condiciones muy difíciles. Todos reconocemos que queremos vivir en la democracia, pero estoy seguro que ninguno de ustedes podría meter las manos al fuego y decir que en todas las regiones, en todas las comunidades y en todos los pueblos, se dejó atrás la tradición caciquil, que no existen redes de relación política de carácter clientelar en el país. Hemos tenido formas arcaicas de hacer política. Si no fuera así, no tendríamos la violencia electoral que todavía emerge en muchos pueblos y comunidades.
¿Qué hacer en el ámbito cultural? Lo primero es crear un organismo nacional de cultura que tenga la capacidad de articular los esfuerzos del sector cultural, incluyendo en este sector a la sociedad civil, a los organismos culturales privados y a los organismos culturales públicos. Un organismo con capacidad de rectoría, que no sea sólo fáctico, sino que tenga una base legal. Entonces, la primera tarea de una nueva política cultural debe ser transformar el marco jurídico constitucional del organismo nacional de cultura.
Es tiempo de crear un órgano que tenga las facultades legales en el marco jurídico federal, que le permitan regular y coordinar a los organismos que le son subordinados en la práctica. Creo también que tendría que haber un ordenamiento interno del organismo nacional de cultura, una reestructuración administrativa para definir funciones y evitar duplicidades.
Hay una gran maraña de disposiciones legislativas en materia cultural, la gran mayoría obsoletas en sus sanciones y sus concepciones, que además no se encuentran sistematizadas. Orientarse en esa maraña de ordenamientos dispersos es prácticamente imposible; tiene que haber una labor legislativa de fondo que ordene los marcos jurídicos normativos e institucionales, no sólo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) sino del país. Tendríamos que tener muy claro cuáles son las funciones de los institutos, consejos y secretarías de cultura en relación con las secretarías de Educación de los estados y las atribuciones que tienen éstas. Hay una labor de fondo que no es sólo del Conaculta, sino del sector cultural.
Debemos pasar de una política de gobierno a una política de Estado que nos obligue a ceñirnos a ciertos principios fundamentales establecidos institucionalmente; crear un modelo de relación entre el Estado y la sociedad que abra cauces a la participación ciudadana. El Conaculta ha presentado esto con el nombre de “ciudadanización”. Se trata de reconocer como centrales la participación y los intereses de los ciudadanos en la formulación y la ejecución de las políticas culturales. Ciudadanización no es privatización. Implica, primero, reconocer los derechos culturales de los ciudadanos; segundo, abrir cauces institucionales, es decir, que desde las instituciones se prevean vías para dicha participación organizada y diversa de la sociedad. Estamos hablando de involucrar, cada día más, a nuevos sectores y “empoderarlos”, como dice este neologismo de la UNESCO, es decir, de hacerlos corresponsables y copartícipes de la planeación, de los diseños de política cultural, e incluso corresponsables de la administración de los proyectos culturales y de la administración de los recursos de estos proyectos. De lo que se trata
es de extender el proceso social de la cultura; no veo cómo este proceso pueda ser privatización.
En segundo lugar, la ciudadanización implica al Estado como responsable de fijar la política cultural del país, no de hacer la cultura. ¿De dónde deriva este derecho del Estado? Deriva de reconocer que la cultura es un asunto de interés público; si la cultura es un asunto de interés general, ninguna instancia social puede tomarla exclusivamente en sus manos porque la instancia que representa el interés general es justamente el Estado. La ciudadanización debe ser una postura del gobierno de la República frente a un proceso cultural y no la postura de una dirección; es un compromiso, un nuevo espíritu que permea todos los programas, todas las funciones y toda la actividad de relación del Conaculta con la sociedad mexicana.
Desde el ámbito institucional, el Conaculta va a impulsar la participación de los ciudadanos en las tareas del desarrollo cultural en y desde los municipios, porque el municipio es la base de la pirámide social y política. Nosotros vamos a definir una estrategia de desarrollo cultural municipal que comprende varias cosas: la primera es la creación de consejos ciudadanos de cultura; la segunda es la creación de fondos para el desarrollo cultural de los municipios; la tercera es la capacitación sistemática de los promotores culturales. Conste que no dije de los ayuntamientos, sino de los municipios, es decir, tanto de los gobiernos municipales, como de las comunidades que viven en los espacios municipales. Entonces, mediante los consejos, los fondos y la capacitación, vamos a tratar de establecer un espacio nuevo de participación social para los ciudadanos, en donde los consejos ciudadanos de conformidad con los lineamientos del Programa Nacional de Cultura, determinen lo que se va a hacer con los fondos municipales, elaboren un plan de trabajo y se encarguen de supervisar su ejecución.
Se justifica la creación de este Programa porque va a permitir atender necesidades incuestionables y de fondo de nuestro desarrollo cultural que hasta ahora no han recibido ni la atención ni los recursos suficientes. El equipamiento de espacios culturales es una necesidad real; organizar la preservación de la memoria local, histórica de esas comunidades es una tarea importante ¿Tenemos archivos organizados, tenemos fototecas? Si acotamos temáticamente los factores que inciden en el desarrollo cultural municipal y auspiciamos la participación de los ciudadanos en los procesos de planeación cultural y al mismo tiempo tenemos mecanismos para garantizar la rendición de cuentas, tanto en el terreno cultural como en el estrictamente financiero, vamos a poner en marcha una experiencia de participación ciudadana que, sin ser la única, es aquella en la que nos va a tocar participar directamente en el Conaculta.
Las actividades impulsadas por los consejos ciudadanos y los fondos para el desarrollo cultural de los municipios no suplen ni desde luego agotan la actividad de promoción cultural ordinaria que definen y realizan las instituciones culturales del país. Son solamente un mero cauce a la participación organizada de la sociedad en los procesos culturales que le atañen.
La iniciativa de los consejos ciudadanos de cultura no podrá prosperar si no tenemos el apoyo de los promotores culturales y la herramienta de la capacitación. No es casual que antes de iniciar los fondos municipales hayamos intentado construir la Red de Promotores Culturales y hayamos comenzado el diálogo con quienes deberán estar muy cerca de los procesos de ciudadanización; tampoco es casual que antes de esta reunión hayamos hecho un encuentro nacional de organizadores de festivales artísticos y culturales. Alguien dirá que estas actividades son superfluas, que no se notan, que no venden, pero nosotros estamos conscientes de que ya no hay tiempo ni para el relumbrón ni para la simulación y que construir implica hacer hoyos y poner piedras, y a eso le llamamos cimentación, para que lo que se levante no se construya en el aire y no se caiga.
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