José Carreño Carlón
José Carreño Carlón
Nada parecía explicar la toma militar del centro de la capital. Y nada parecía ameritar el disparo de bazuca que la madrugada del 30 de julio de 1968 convirtió en cenizas y astillas el portón labrado del Colegio de San Ildefonso, una muestra del barroco colonial que había sobrevivido a las guerras de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Allí había inaugurado el presidente Benito Juárez la Escuela Nacional Preparatoria, 100 años antes, y allí irrumpía aquel proyectil en medio de una etapa que se exaltaba como la más prolongada de paz y estabilidad en la historia mexicana: un logro que sería coronado con la celebración, en estas tierras, de la Olimpiada de aquel 1968.
Y con ser estos hechos y estos contextos tan noticiosos y propicios para la indagación y el análisis periodísticos, poco había, sin embargo, en los medios de comunicación de la época, que esbozara la trascendencia de la escalada represiva a que apuntaba aquella noche de julio, la noche del bazucazo, dentro del vértigo de violencia gubernamental que, tras las posteriores tomas militares de Ciudad Universitaria y del Casco de Santo Tomás del politécnico, conduciría a la todavía más trágica noche de Tlatelolco del 2 de octubre siguiente.
Es cierto que hubo algunos reporteros y fotógrafos intrépidos —pocos editores y escasos articulistas— que acertaron a deslizar en sus medios datos, imágenes y atisbos que contribuían a anticipar la gravedad de la tragedia en gestación. Pero en general era notable el contraste entre los hechos que cualquiera podía ver en las calles y la forma en que éstos eran reconstruidos en los discursos mediáticos.
Los medios en México vivían en la Corte del Boletín, que otros llamaban la Orden del Sobre (en alusión al envase del subsidio gubernamental, en efectivo, que se solía asignar a los informadores de los medios).
Los funcionarios no se exponían a responder preguntas de reporteros. Ni siquiera bajo garantía de lucimiento, porque privaba la regla de oro codificada por Fidel Velázquez, que imponía que “el que se mueve no sale en la foto”, en referencia a que los funcionarios que aspiraban al ascenso, especialmente a la silla presidencial, debían ser más que discretos en sus movimientos y declaraciones. El resultado era un no- debate público en los medios, porque las primeras planas de la prensa y sus secciones políticas sólo destacaban los contenidos de los boletines autorizados, o de los discursos (revisados) de oradores designados desde Palacio Nacional.
Pero la noche del bazucazo —aparte del insólito bloqueo militar de la capital, que se prolongó tanto o más que los bloqueos de los manifestantes de estos tiempos— se registraron otros hechos insólitos, para la época, en la relación de la política y los medios.
Un llamado a las redacciones pasada la medianoche del 29 al 30 de julio anunció que se ofrecería enseguida una conferencia de prensa en el Departamento del Distrito Federal, lo cual resultó, para empezar, tres veces insólito: 1) por la hora, 2) porque en aquel tiempo los funcionarios no citaban a conferencias de prensa, y 3) por el formato, con cuatro apretujados miembros del gabinete presidencial separados, por el ancho de una mesa, de un grupo de periodistas.
Un extraño en la Corte del Boletín. Los periodistas habían sido sacados apresuradamente de sus casas, sus bares o sus redacciones, como fue el caso de este testigo, quien en ese momento cerraba la sección internacional a su cargo, en un diario, y se le solicitaba trasladarse al zócalo con un redactor.
Fue entonces que ocurrió un hecho todavía más insólito: la aparición de un ser extraño en la Corte del Boletín. Un hombre de sombrero y gabardina llegaba a romper el protocolo reverencial del trato de los periodistas con los funcionarios y a contagiar a otros desvelados asistentes. De las filas del entonces proscrito Partido Comunista, el escritor Edmundo Jardón Arzate se había deslizado a la sala de juntas del jefe del Departamento del Distrito Federal, escudado en Antonio Cáram, el reportero estrella del semanario del mismo partido, La Voz de México. Los dos se sentaron juntos y quedaron exactamente frente al secretario de Gobernación, Luis Echeverría, a no más de dos metros.
Sin formación ni entrenamiento ni experiencia para enfrentarse a preguntas de los medios —ni de nadie—, los funcionarios iban tartajeando dificultosamente lo que hoy se llamaría su principal mensaje clave: que los allí presentes, el mencionado secretario de Gobernación y el jefe del Departamento del D.F., Alfonso Corona del Rosal, con la asesoría de los procuradores de justicia de la nación, Julio Sánchez Vargas, y del D.F., Gilberto Suárez Torres, también presentes, habían decidido solicitar la intervención del ejército esa noche ante las proporciones alcanzadas por los disturbios.
Con este primer mensaje clave los funcionarios se proponían producir dos efectos. Por una parte, impedir la percepción de que el ejército hubiera actuado por su cuenta. Este giro formaba parte de un discurso oficial muy arraigado entonces, tendiente a destacar la estabilidad y la civilidad del sistema político mexicano, en contraste con la situación latinoamericana en que los militares solían imponerse a las autoridades civiles e incluso derrocarlas. Pero, por otra parte, el mensaje buscaba alejar al Presidente de la República, de gira por Jalisco, de aquella primera gran decisión represiva de la temporada, a fin de que el jefe del Estado pudiera mantenerse como una última instancia conciliatoria. Y así lo sobreactuó el propio Díaz Ordaz al día siguiente con un discurso —sin el menor poder de convicción— desde Guadalajara, en el que ofrecía su “mano tendida” a los estudiantes.
Pero el segundo mensaje clave de la conferencia de prensa prácticamente invalidaba el anterior, porque dejaba sin espacio cualquier intento conciliatorio. Y es que, con su discurso desordenado, lleno de repeticiones y pleonasmos, los cuatro comparecientes de la madrugada aseguraron que las movilizaciones obedecían a “un plan de agitación y subversión perfectamente planeado” (sic). Además revelaban toda una conspiración contra el país en un tono marcadamente macartista: “La filiación de los promotores del plan”, denunciaban, “se encuentra en la identidad de algunos de los detenidos, pues se trata de elementos del Partido Comunista”.
La Constitución y la conjura. Una desacostumbrada réplica cayó entonces contra el primer mensaje clave. Menudo, moreno, de hablar pausado, como de profesor exigente, Jardón pidió a los miembros del gabinete una precisión sobre la afirmación de que ellos habían pedido la intervención del ejército. Y lo hacía de cara al texto —que citó— del artículo 89 de la Constitución, que prevé que sólo el Presidente de la República puede disponer de las fuerzas armadas para la seguridad interior y la defensa exterior de la nación. El silencio se sintió eterno. Los conferencistas se volteaban a ver, nerviosos, pero no tuvieron una respuesta ante las dos opciones igualmente comprometedoras que se abrían paso en el aire pesado de aquella madrugada: o los funcionarios presentes mentían al haberse autoatribuido la solicitud de la intervención del ejército, o habían actuado —todos, incluyendo el ejército— al margen de la Constitución al no haber contado con la orden presidencial.
Quizá por eso los comparecientes optaron por concentrarse en el segundo mensaje, buscando descalificar al movimiento como una conjura contra México, y tratando de convertirlo en lo que cuatro años después se llamó un “pánico moral”, de acuerdo con el concepto que acuñó Stanley Cohen para ilustrar la satanización de los jóvenes ingleses a través de los medios en aquella época.
Pero tampoco en este punto se quedó callado Jardón. Luis Echeverría, el secretario de Gobernación, en otro acto insólito, lo había increpado personalmente. De manera directa se había dirigido Echeverría a Jardón, hablándole con rudeza de tú y llamándolo por su apellido, para decirle que él —Jardón— sabía muy bien que los disturbios habían sido decididos en la Conferencia Tricontinental celebrada en La Habana en 1966, con la participación de comunistas mexicanos. De allí, el secretario de Gobernación había pretendido dar por terminada la conferencia con un discurso concluyente según el cual el ataque militar de esa jornada había sido “para preservar la autonomía universitaria de los intereses mezquinos e ingenuos, muy ingenuos, que pretenden desviar el camino ascendente de la Revolución mexicana”.
No lo hubiera dicho, porque eso le dio pie a Jardón, en un hecho insólito más, en aquel entonces, para llamar al secretario de Gobernación por su nombre de pila y hablarle también de tú. En un tono de reproche, sí, pero como de una cálida tristeza o decepción. Lo que Jardón le reprochaba a Luis —subrayando la familiaridad al llamarlo por su nombre, y no por su cargo o por su título, como era entonces obligado— es que tratara de justificar de una manera tan falaz el ataque brutal a su escuela preparatoria —la prepa que había sido de los dos—, la que los había formado en su adolescencia y juventud en las ideas generosas (que habían llegado a compartir) en favor de la justicia y la libertad.
Esto no se registró en los medios. En ellos dominó la versión oficial de la conjura contra México, de la intransigencia y el sectarismo de los manifestantes y de la pertinencia del ataque militar contra la vieja Escuela Nacional Preparatoria. “La intransigencia de un grupo sectario provoca la acción enérgica del gobierno”, fue una célebre cabeza a ocho columnas que ilustró la relación de la política y los medios la noche del bazucazo.
Sólo que Jardón cerró su última interpelación con una profecía cumplida a plenitud cuarenta años después: “De aquí en adelante, Luis, todo lo que suceda o pueda suceder en México va a ser responsabilidad tuya y culpa de ustedes, pues no sé por qué motivos, pero artificialmente, están provocando un problema que va a llegar a adquirir proporciones nacionales e internacionales”.