Un vistazo a la literatura infantil

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En alguna entrevista Maria Gripe —una reconocida autora sueca de literatura infantil— comentaba el menosprecio y desconocimiento que suele existir alrededor de la literatura dirigida a jóvenes y niños. Con frecuencia los reporteros le preguntaban si alguna vez se animaría a escribir literatura de “verdad” (por decir “adulta”, claro). A lo que ella respondió: “¿Por qué nunca le preguntan a un pediatra si alguna vez se va a animar a ejercer la medicina de ‘verdad’?”

Alrededor de la literatura dirigida a niños y jóvenes se cuecen algunos mitos viejos, casi todos heredados de una muy mala, y por momentos abundante literatura que fusionó los libros infantiles con los catecismos, breviarios de moral y manuales de buen comportamiento. Había una regla implícita en la que todo lo que fuera destinado a los niños tenía por objeto “formarlos”, como si los libros necesitaran llevar vitaminas para las buenas costumbres; y antes de adquirir un libro, los padres y maestros quisieran estar seguros de la “moraleja”, como quien estudia los valores nutrimentales de una caja de cereal.

Todo esto derivó en toneladas de libros para niños con una función “formativa” o doctrinal durante el siglo XIX y buena parte del XX. Todavía recuerdo con pavor aquel día en que Maruca, tía de mi madre, se enteró de que yo ya sabía leer, y escarbando en sus cajones extrajo una colección precámbrica de libritos llamados los Cuentos de Calleja, de una reconocida editorial española. Según la tía Maruca, eran los mejores cuentos para niños escritos en el mundo, y me los regaló, entusiasmada de que iniciara una gran aventura intelectual. De los libros me gustaron las detalladas ilustraciones y la letra diminuta; sin embargo, me di cuenta de que había gato encerrado cuando reconocí a Hansel y Grettel, pero rebautizados como Juanito y Margarita: sus padres no los perdían a propósito en el bosque, sino que los niños, de casualidad, se extraviaban por un campo gallego. Más sospechosa resultó la adaptación de Pinocho, pues la marioneta ya no tenía esa personalidad bipolar con problemas de conducta que lo hace tan entrañable y divertido; ahora era bueno y dulce como un turrón de Alicante, y sacado completamente de la manga aparecía en la historia un niño malvado llamado Chupete, que era el encargado de hacer las travesuras, al contrario del ejemplar Pinocho. Pero el colmo era el Soldadito de Plomo que ya no se enamoraba de ninguna bailarina, sino que todas sus aventuras estaban dedicadas a la Virgen del Pilar. Era como si hubiera entrado un escuadrón de sacerdotes franquistas a las obras de Grimm, Perrault, Collodi y Andersen, y hubieran lavado la sangre a escobazos, retirado los oscuros simbolismos sobre pulsiones de incesto y agresión, para poner en su lugar estampitas de santos, y llevado aparte a los ogros caníbales y las hadas libidinosas para vestirlos con hábitos franciscanos. Supongo que me tocaron los Cuentos de Calleja más doctrinales, pues reconozco que hay una cantidad casi infinita de dichos volúmenes, y si mi tía Maruca se entera de que hablo mal sobre sus recomendaciones literarias jamás me volverá a regalar nada, seguro.

Pero han pasado muchos años, y todavía hoy, en cualquier feria de libro se pueden encontrar volúmenes destinados para niños llenos de moralejas, de personajes bien portados que dan “el buen ejemplo”, de animalitos del bosque con espíritu ecológico y hasta cuadernillos para iluminar mientras se repasan “valores”, todo ello en la sección de ñoñería, digo, literatura.

Todo esto lo intuyó Mark Twain cuando en 1865, a contrapelo de estos libros doctrinales, escribió el cuento “Historia de un niñito bueno, historia de un niñito malo”, donde presenta a Jacob Blivens, un niño “horriblemente bueno”, quien, como una especie de Quijote en miniatura, se obsesiona con los libros. Jacob lee con fervor los títulos de la escuela dominical donde aparecen niños gentiles y piadosos, y en un arranque de santidad, el protagonista sigue el ejemplo: sin embargo la vida no es como en los libros y al seguir las ejemplares normas de conducta, Jacob sufre humillaciones y accidentes continuos hasta morir brutalmente despedazado (partes de su cuerpo terminan distribuidas en cuatro pueblos). Por contraparte, Jim, un niño malvado, se da cuenta que no recibe su castigo como los niños mal portados de los libros doctrinales, hace travesuras, todo le sale de maravilla y al crecer se hace rico y consigue un puesto político. Evidentemente es un cuento irónico, cuya función es ridiculizar los textos que entonces se leían (y que se siguen leyendo), destinados a los niños.

Pareciera que estoy en contra de los libros doctrinales para niños, y no. Reconozco que una de las funciones de la literatura es la de transmitir un conocimiento o modelo de conducta. Ahí están las fábulas de Esopo y Félix María de Samaniego, y además está muy bien que los niños cepillen sus dientes y cuiden la naturaleza; sin embargo no es la única función de la literatura y aún menos de la destinada a niños y jóvenes. El problema con los libros para niños es que cada época parece modificar los textos según sus propios valores morales, religiosos o ideológicos. Sólo así se puede explicar cómo algunos de los cuentos más truculentos y tristes de todos los tiempos, como lo son los de Hans Christian Andersen, hayan sido endulzados con Splenda para los gustos modernos. Si ahora mismo Hans Christian Andersen entregara sus cuentos a alguna editorial de libros para niños y jóvenes, le rechazarían de inmediato por querer traumatizar a los jóvenes lectores. Porque en los cuentos de Andersen (hablo de los originales) no siempre hay espacio para el happy ending. A la niña de las zapatillas rojas le cortan los pies con un hacha por andar de coqueta, y luego Dios le manda un paro cardíaco fulminante en plena misa; hay cerilleras congeladas de las que nadie se apiada; lavanderas alcohólicas, y la Sirenita no se casa con ningún príncipe (ni tampoco un grupo de moluscos danzarines cantan “Bajo el mar”). En el original la Sirenita muere en una terrible tormenta y se vuelve espuma.

Supongo que estos finales no venderían muchos Happy Meals en McDonalds. Me pregunto, ¿por qué tanta pasteurización? ¿Para proteger la psique de los jóvenes lectores? ¿O simplemente para vender más con productos inofensivos y “felices”? La ventaja de los textos doctrinales es que suelen caducar con el tiempo, y tarde o temprano los lectores volverán a la fuente original.

Afortunadamente siempre han existido creadores con relatos lúdicos, complejos, e incluso trasgresores cuya función va más allá de sembrar una moraleja. Son textos inquietantes, y cuando alguien intenta meter la cuchara, ya es demasiado tarde. Voy a comenzar con Inglaterra que ha sido un campo fértil en la literatura infantil, desde Charles Lutwige Dodgson (Lewis Carroll) con sus infaltables Alicia en el país de las maravillas (1865) y Alicia detrás del espejo (1872), que a más de un siglo de su publicación siguen vigentes y los críticos todavía hacen sesudas disquisiciones acerca de sus significados. Hay quien habla de la afición del escritor por el láudano, de sus referencias satíricas a la política británica de la época, a la educación victoriana, sus juegos de lógica o matemática, hay quien incluso asegura que tratan de alquimia.

Casi cualquier autor de literatura infantil o juvenil que oiga el nombre de Roald Dahl se pondrá de rodillas (yo lo hago). Este autor, británico de ascendencia noruega, aderezó sus novelas y cuentos para niños con grandes dosis el humor negro, violencia sin empacho, crueldad, y sobre todo, develó la guerra secreta que existe en niños y adultos. En Los cretinos (1980), Las brujas (1983) o Matilda (1988), aparecen adultos repugnantes (y bastante sucios), brutalidad escolar al extremo, abuso de poder, padres ignorantes, o mujeres sin dedos en los pies que urden un plan para convertir a los niños en ratones. Uno de los títulos más trasgresores de Roald Dahl es Cuentos en verso para niños perversos (Revolting Rhymes, 1982), donde deconstruye los más populares cuentos de hadas para hacer un juego paródico: Cenicienta prefiere casarse con un fabricante de mermelada, Blanca Nieves vive con siete diminutos jockeys adictos al juego; Caperucita Roja es aficionada a la caza y con la piel del lobo se hace un estupendo abrigo. Hace algunos años (2007) se estrenó la deslavada película La brújula dorada que a pesar de sus faraónicos valores de producción resultó un petardo en taquilla; el fracaso provocó que tambaleara la filmación de la segunda y tercera parte de esta saga. Los seguidores del texto original nos regocijamos en silencio, pues no se puede traicionar el espíritu de un texto sólo para intentar hacer un blockbuster veraniego y vender muñecos de peluche en los sanborns. El autor de la saga es el británico Philip Pullman (1946), quien arrasó con todos los premios de la crítica con su trilogía para jóvenes lectores La materia oscura compuesta por: Luces del Norte (1995), La daga (1997) y El catalejo lacado (2000). Estos títulos también provocaron la ira de asociaciones cristianas que calificaron la trilogía como una incitación al ateísmo y un ataque directo contra las instituciones religiosas. Y es que en dicha trilogía hay mucha tela de dónde cortar. Pullman ha elaborado un brillante y complejísimo universo literario con distopías, ideas sobre física cuántica, metafísica, filosofía, ontología y hasta poesía de William Blake, dentro de la estructura de la formación de un héroe mítico (en realidad una heroína: Lyra Belacqua). Magisterios religiosos abusivos, un decrépito Dios que está por morir, viajes al Inframundo y batallas en el mismo Cielo. Evidentemente temas muy lejanos a los animalitos del bosque que enseñan valores y las ventajas de cepillarse los dientes.

 

Otro de los autores lúdicos por excelencia es Gianni Rodari, escritor, maestro y pedagogo italiano, quien dinamita los viejos cánones de la literatura infantil. En su libro Gramática de la fantasía (1973) explica el proceso creativo que sigue al escribir sus cuentos y comparte técnicas como la del binomio fantástico”, es decir, el uso de dos elementos cotidianos que al unirse producen una historia como: zapato + árbol = árbol que crea zapatos y su dueño pone una zapatería. O hacer variantes con cuentos conocidos: Pinocho descubre que puede sacar provecho a su nariz que crece sin parar, y abre una exitosa maderería; se suman las técnicas de “la hipótesis fantástica” y los “juegos con palabras”. El juego creativo sirve como exploración del mundo real, y la fantasía no es de ningún modo un “escape”, es más bien “[…] un gran instrumento para conocer la realidad”, afirmó Gianni Rodari en 1970 al recibir el Premio Andersen (el galardón más importante para autores e ilustradores de literatura infantil y juvenil). “La imaginación sirve para hacer hipótesis […] y el científico y el matemático necesitan hacer hipótesis…”

En México la literatura infantil aún no tiene la larga tradición de otros países, aunque hay autores tan sobresalientes como Pascuala Corona (seudónimo de Teresa Castelló Yturbide, 1917), que con El pozo de los ratones y Baulito de cuentos, entre varios de sus títulos, rescata la literatura oral de nuestro país. El autor infaltable en esta lista es el mexicano Francisco Hinojosa (1954), narrador, poeta y editor. Su emblemático relato La peor señora del mundo (1992) desafía con humor negro y desparpajo todos los temas “recomendables” en literatura destinada a niños. La protagonista es una mujer tan mala que alimenta a sus hijos con comida para perros y maltrata a sus hijos cuando se portan mal y cuando se portan bien. El libro (ilustrado por Rafael Barajas “El Fisgón”) es ya un clásico en la literatura mexicana para niños.

En México, desde hace unos quince años, han salido del clóset muchos autores y autoras a quienes no les da vergüenza asumirse como escritores de literatura infantil y juvenil. Algunos debutaron ganando algún premio importante, otros van construyendo su carrera a través de nuevos títulos. Destacan muchos, entre ellos, Javier Malpica (1965), que aborda en sus textos temas tan arriesgados que a más de una directora de una escuela de monjas le pondría chinita la piel. Su novela para niños Hasta el viento puede cambiar de piel (2006) habla de manera simbólica de la desaparición de mujeres en el desierto, o Para Nina, un diario de identidad sexual (2009) explora la identidad transgénero de un adolescente.

Simplificar la literatura dirigida a niños y jóvenes es también simplificar a sus lectores, y por eso será siempre bienvenido el nutritivo caos temático en las mesas de novedades en librerías o ferias de libro. Es obvio que no faltarán las torres con libros comerciales que pasarán rápidamente de moda; estarán los textos con moraleja que esperan a que les llegue su fecha de caducidad pero también, es seguro que se cuele la literatura “de verdad”, la que escapa de sus propias etiquetas, y se desarrolla en toda su variedad: oscura, lúdica, simbólica, liberadora, cruel, cercana, críptica, triste, alegre, sencilla o compleja, como lo son sus propios lectores.