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Todas las fotografía de Isaí Moreno
Uno de los más caros placeres de Daniel Sada consistía en recitar ante conocidos y amigos poesía. Arte cuya lectura recomendó insistentemente a sus aprendices de novela para afinar el oído y aguzar el poder de la prosa. Muy pronto será leyenda la memoria privilegiada que le hacía retener cientos de poemas de los clásicos y contemporáneos. Sus inicios como autor incluyeron la asistencia a talleres literarios, donde uno de sus maestros fue el chiapaneco Juan Bañuelos, quien admiraba las dotes líricas de ese norteño joven, recién llegado a México D.F. En sus lecciones de narrativa, Sada recurrió innumerables veces al poema del maestro peruano José Watanabe “Imitación de Matsúo Basho”. He aquí fragmentos del mismo:
Fuimos rebeldes y audaces. Yo la convencí de la nueva moral que ni aun yo tenía, y huimos sin ceremonia ni consentimiento. Ella trepó ágilmente a la grupa de mi caballo y así cabalgamos hasta las primeras estribaciones de la sierra. Bordeábamos los poblados y con ramas desgajadas íbamos cubriendo nuestras huellas. […] Ella cerró la ventana y yo empecé por desatar su largo cabello. Fuimos rebeldes y audaces. Sin embargo, ahora nos perdonan nuestras familias y nos perdonamos nosotros mismos. Nuestro hogar ha sido tardíamente consagrado. Eso es todo. […]
El texto semeja una prosa límpida; rociado por imágenes breves y sutiles, trazadas con las simples pinceladas de la poesía japonesa. Era el ejemplo perfecto del novelista Sada para mostrar la depuración exigida a todo escrito, y esa rigurosa prueba que debe sortear no sólo la poesía, sino la prosa de buena factura: la de la lectura en voz alta. Este poema que de modo didáctico recitaba a los aspirantes a la iniciación escritural contiene piedras preciosas para todo escritor. ‘Imitación…’ es directo, fluye con armonía, recurre lo necesario y suficiente a la adjetivación y logra escucharse incluso leído en voz baja.
El autor de Casi nunca hacía transcribirlo a sus alumnos, con ellos lo releía en voz alta y luego solicitaba que escribiesen un texto imitando el ritmo musical de Watanabe. “Intercalen frases largas y cortas que permitan respirar, guíense por el oído”, repetía. Cuando leemos un escrito de Julio Cortázar, de João Guimarães Rosa, de Alejo Carpentier, notamos de inmediato la presencia de esa receta de naturaleza auditiva, clave para la construcción del estilo literario, misma que Vargas Llosa ha mencionado en Cartas a un joven novelista.
Sin retóricas de ningún tipo, me apresuro a decir que los grandes maestros como Daniel Sada comparten sin concesión el secreto de su arte a los discípulos. “Es imprescindible en arte el experimento sin que parezca haber experimento”, insistió una y otra cuando alguien leyó el capítulo imperfecto de una novela. Y de nuevo su insistencia en que se leyese poesía. Recuerdo los comentarios que me hizo acerca de una novela cuya editorial promocionó en el 2009 como si se tratase de la gran revelación literaria mexicana, respaldándose la campaña con performances, obras de teatro y fotografías en costosas panorámicas (quiero reservarme el nombre del libro). A nivel de lenguaje la creación parecía funcionar. Su ritmo narrativo dejaba poco qué desear. En al ámbito de lo dramático, digamos que poseía propuesta. Citando premisas de El arte de la poesía, de Ezra Pound, y con argumentos nativos para la construcción de la imagen poética, Sada me demostró la nula verosimilitud de aquella obra narrativa. Aún resuena en mi mente su conminación para que me procurase el libro casi inconseguible de Pound. Ya en mi poder, lo leo y releo con el azoro de cualquier mortal ante la presencia de un dios.
Entre las obras maestras de este narrador y poeta están las indiscutibles Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y Albedrío, novelas de alta calidad dramática y experimental, no carentes de poesía administrada en dosis a veces homeopáticas, otras en sobredosis asombrosas. Poco se ha escrito aún de su cultivo y dominio de las formas líricas, tanto canónicas como esas que carecían de forma (irresponsables, en palabras de Julio Hubard). Sada reunió su obra poética en los libros El amor es cobrizo (2005) y Aquí (2007). Leída con atención, su poesía concreta una aleación personalísima de lírica y prosa, ambos metales difíciles de unificar en un nuevo compuesto de química textual. Cervantes veneró a Garcilaso de la Vega tanto como Sada apreció a Quevedo. La poesía de Sada es irresponsable como lo es la prosa de Cortázar: cada vez menos correcta (decía él mismo), cada vez menos apegada a la norma y en fuga hacia nuevos derroteros de la palabra. Sada recurre al experimento dentro de los límites del juego, sale de sus fronteras y vuelve con descubrimientos del mar interminable del lenguaje. Explora mundos de la cotidianidad, haciendo de los elementos comunes, digamos, una botella de agua, imágenes dignas del misterio.
Sada jugaba como niño al versificar:
Concéntrico el sopor no hay salidas
la circularidad
envuelve la fofa
y purga desnudez… NOMAS
tan oprobiosa CON
DELANTAL
Su afán por conjuntar prosa y poesía hizo que le fuese normal la adopción de la métrica natural del romance, que es poesía y narrativa. Ese apego al octosílabo sobresale en la novela Albedrío. Al presentar el libro Aquí, teniendo como invitados a la mesa a poetas de alto calibre, Sada arribó al salón de Casa Refugio con Albedrío bajo el brazo: antes que disertar sobre los tópicos comunes al poeta común, se limitó a decir que sus poemas narraban y sus novelas estaban en verso. A continuación leyó un fragmento de la citada obra. No me ocuparé aquí de ejemplificar las dotes poéticas vertidas en tal libro. Dejo que mi admiración y perplejidad se inclinen por la primera novela del autor, apenas conocida, y de la que él llegó a deslindarse, con la consecuente negación a reeditarla: Lampa vida. Atenido a su autocrítica severa, afirmaba que el libro era demasiado poético. Poco le rebatiría a Sada, pero en este caso no tuvo razón. Lampa vida cohesiona el poder de la poesía con una historia magistralmente contada. Un hombre se roba a su novia y recorre desolados terrenos del norte mexicano; de cuándo en cuándo escapa con pretextos varios para ganarse el pan actuando como payaso en pueblos olvidados de Dios, sin que la joven se entere.
Transcribo aquí un par de fragmentos de Lampa vida que reflejan al Sada poeta del que hablo:
Un filetazo en las sienes de diez polos de nube. Un sapo a punto de saltar. Un pajarete de chebol sonando su descartonado vuelo. En derredor la noche con viento de murmullo y ánima que se pierde en la montaña, así para pesar en aquel sitio dado a lo inhóspito donde el Hugo Retes y la Lola Tuñin establecían los miramientos, donde limbos recientes dejaban agrio el caminar del corazón. […] Raudo: el cielo negro su justo peso ciñe —escabullido denso, colmado de substancia, bate entre nubes rasas su cauda de transcurso, así, dócilmente el amor.
Daniel Sada ha asegurado su lugar en el panorama de las letras universales. Fue indudable novelista de transición al siglo xxi en la lengua hispana y poeta experimental en el amplio sentido de la palabra.
Hace algunos años, en la ciudad de La Paz, recitó con embeleso el poema “El perro de San Roque”, de López Velarde; entre los versos alteró uno, creeríase que por error. Luego caí en la cuenta de que su oído adiestrado rehizo la metáfora velardeana inicial: “He oído la rechifla de los demonios”, por la rítmica y eufónica: “He oído la rechifla de los diablos”. Al momento de ser despedido el 18 de noviembre del 2011, entre aplausos candorosos, habría sido de su deleite escuchar el verso entre chiflidos sobre sus bancarrotas chuscas; después, y qué importaba, que surgiera el silencio.